Julien Benda publicó en 1928 un libro que lo catapultó a la fama: «La Trahison des Clercs». Se refería a los intelectuales que habían abandonado la lucha por los altos valores del espíritu reflejados en la verdad, la justicia y la racionalidad, para ponerse al servicio de intereses mundanos de baja estofa. Según su punto de vista, la misión del intelectual es idealista y no encaja con la mentalidad pragmática de quien no ve más allá de las realidades inmediatas. En una línea similar se ubicó Paul Valéry al presentar su «Política del Espíritu», que desdeña lo útil y promueve lo desinteresado.
Pero clerc, en su sentido primigenio, significa clérigo. Y es a la traición del clero católico, o parte de él, en perjuicio de los colombianos a lo que quiero referirme en este escrito.
Dice la prensa que el reciente encuentro del funesto Petro con el Papa se diligenció a través del Nuncio Apostólico, que dejó de lado sus deberes diplomáticos para intervenir descaradamente en la campaña electoral que está en curso entre nosotros. Si ello es cierto, al Nuncio se lo debe declarar persona no grata en nuestro país.
A nadie escapa que ese encuentro tiene un profundo significado político. Es una manifestación nítida de hacia dónde se inclinan las preferencias de la jerarquía eclesiástica en lo que toca con las elecciones venideras. Y entre muchos fieles, dentro de los cuáles me cuento, eso ha causado profundo estupor.
Debo confesar que a lo largo de mi vida no siempre he sido un buen católico. Pero las pruebas a que me ha sometido la Divina Providencia me han acercado cada vez más a ella. Puedo afirmar que hoy creo hasta en los rejos de las campanas. Procuro ser practicante de misa y comunión diarias desde hace varios años, no me avergüenza dar testimonio de mi fe y como cada día me siento más cerca de la hora suprema, le pido a Dios que me lleve ante su presencia en gracia y en paz. Uno de mis ruegos cotidianos es por la santidad y la paz de la Iglesia, así como por el Papa, para que no la desoriente.
Como muchos de mis correligionarios, me preocupan los bandazos del papa Francisco. No me atrevo a emitir juicio rotundo sobre él, pero hay actitudes y pronunciamientos suyos que me desconciertan. No sé si la Nueva Iglesia que promueve nos acerca más a las enseñanzas evangélicas o más bien preludia la apostasía que la Santísima Virgen ha anunciado en algunas de sus apariciones, como la de Akita en Japón. Lo que veo con claridad es la crisis que padece. Crisis de fe, de doctrina, de moral, de disciplina, de organización.
Conservo en los restos de mi biblioteca un precioso libro publicado bajo la dirección de Yves-Marie Hilaire que lleva por título «Histoire de la Papauté: 2000 ans de mission et de tribulations» (Tallandier, Paris, 1996). Llamo la atención sobre la última palabra: tribulaciones. Un signo constante en el devenir de la Iglesia es el sufrimiento, a menudo traducido en persecuciones y martirio que ella ha soportado con fortaleza, consciente de la ardua misión que le trazó Nuestro Señor Jesucristo.
Pero en los tiempos que corren, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia ha tenido que afrontar nuevos desafíos. Como lo ha señalado un converso eminente, Michael Davies, a la Iglesia antes se la respetaba o, al menos, se le temía, pero la crisis que la agobia ha conducido a que se la desprecie.
El gesto de apoyo tácito del Papa a las aspiraciones políticas de Gustavo Petro no robustece la adhesión a la Iglesia. Más bien, la debilita. Muchos católicos de a pie se escandalizan, no sin motivos, por este giro hacia una izquierda disolvente.
¿Ignora el Papa que Petro, en vez de aceptar democráticamente el triunfo de Iván Duque, lo desconoció anunciando que le haría oposición en las calles para perturbar su gobierno? ¿Ignora que a raíz de un mal momento convocó hace dos años unas protestas nada pacíficas que perturbaron gravemente el orden público, aterrorizaron a las comunidades y causaron gravísimos perjuicios a la economía nacional? ¿No sabe que la Primera Línea de terroristas convocada por Petro, auxiliada por su secuaz Bolívar y financiada por el ELN y las disidencias de las FARC, es la punta de lanza de un proditorio empeño revolucionario que busca demoler la institucionalidad que tan trabajosamente han edificado muchas generaciones de colombianos? ¿Desconoce el Papa el pasado criminal de Petro, del que no ha mostrado signo alguno de arrepentimiento?
La opción preferencial por los pobres que ha asumido la Iglesia en los últimos tiempos, acorde con las enseñanzas del Evangelio, no puede llevar a identificarla con movimientos políticos cuyos desastres están a la vista. La justicia social es, desde luego, un imperativo ineludible, pero no puede olvidarse que, como lo proclamó San Pablo VI en «Populorum Progressio», la paz que de ella se deriva sólo es posible a partir del desarrollo económico y no de la destrucción de la riqueza colectiva. ¿Ha abandonado el papa Francisco la idea de su predecesor acerca de que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz»?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: febrero 9 de 2022
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