Luis Felipe Varela cumple cien años. Debería estar contento. No lo está. Sentado sobre una fortuna de sesenta millones de euros, la mayor parte en bancos suizos y acciones de compañías mineras, Varela siente poderosamente que su familia no desea que viva un solo año más: no, qué ocurrencia, lo que su familia desea es que muera cuanto antes para heredar su fortuna.
Diplomático refinado, hijo de un canciller de la república, Varela fue embajador en Madrid, París y Roma. Viviendo en Europa, conoció a una aristócrata holandesa, Diana Vanderghen, con título nobiliario de baronesa, se enamoró de ella (o, más probablemente, consiguió que ella se enamorase de él) y no dudó en contraer matrimonio con esa dama de los Países Bajos. Al hacerlo, Varela, que ya era rico de familia, multiplicó considerablemente su fortuna, pues la baronesa Vanderghen era mucho más rica que él.
Tuvieron dos hijos muy pálidos y ensimismados, que rara vez osaban hablar, porque Varela era un déspota gritón en el dominio familiar: Luis Francisco Varela Vanderghen, a quien nunca le salió pelo en la cabeza y que por tanto fue calvo desde niño, toda su vida, soportando las bromas crueles de sus compañeros en el colegio y los bastonazos que le daba su padre en la coronilla despoblada, y Verónica Varela Vanderghen, a quien, por fortuna, sí le creció el pelo, una cabellera copiosa, rubia y ensortijada como la de su madre, la baronesa.
Fue un matrimonio que duró unos pocos años porque la baronesa Diana murió electrocutada, desnuda, mientras se aseaba en la bañera de su mansión, en las afueras de Ámsterdam. El señor Varela, de pronto viudo, súbitamente riquísimo, dijo a la policía que la baronesa falleció al encender una radio, estando dentro de la bañera llena de agua caliente. Los familiares de la difunta sospecharon que el extraño y taciturno señor Varela, que tenía una mirada esquinada y un aire conspirativo, la había electrocutado, para quedarse con su fortuna. La policía holandesa cerró el caso, haciendo suya la explicación del viudo: fue un desgraciado accidente.
Tras dejar los dineros de la baronesa en cuentas suizas a su nombre, Luis Felipe Varela se mudó con sus dos hijos a Madrid, donde compró una mansión de diez mil metros cuadrados en Puerta de Hierro. Eran los tiempos del dictador Franco y, naturalmente, él se sentía muy a gusto, porque, siendo católico, nacionalista, de derechas, simpatizaba con el caudillo militar de España. Sus hijos Luis Francisco, el calvo eterno, y Verónica, la del pelo rubicundo, asistieron a un colegio privado y recibieron estricta educación religiosa, pasando los veranos en internados suizos y británicos.
En su mansión de Puerta de Hierro, vecino del dictador argentino Perón, quien solía pasear en motocicleta, tratando de seducir a las jovencitas que paseaban por aquel barrio de ricachones, el magnate y diplomático retirado señor Varela se dedicó a coleccionar armas antiguas de la guerra civil española, casi todas inservibles, y uniformes de combate de las dos grandes guerras europeas. También tenía una extraña obsesión por las armaduras de metal que usaban los combatientes en la antigüedad: los salones de su mansión estaban vigilados o invadidos por armaduras medievales completas de pies a cabeza, erguidas, erectas, deshabitadas, que algún día fueron usadas por hombres que fueron a guerrear con el deseo de hacerlo o contra su voluntad. Por eso, los pocos amigos de Luis Francisco Varela, el niño calvo, preferían no ir a la mansión de Puerta de Hierro, porque aquella colección de armaduras de acero plateado les daba miedo: temían que de pronto cobrasen vida y los atacasen con aquellas espadas desenvainadas y esas lanzas filudas.
Niño intelectual de memoria prodigiosa, Luis Francisco Varela creció entre libros de historia (leía perfectamente en inglés, en francés, en neerlandés y hasta en alemán, aunque con su padre hablaba en español, a menos que estuviesen cerca las criadas del servicio doméstico) y religión, mientras su hermana Verónica prefería la música, el teatro, la ópera, y veía con cierta repugnancia al mundo de la política, en el que su padre se movía como pez en el agua.
En dos ocasiones quisieron robar en la casa de los Varela, en Puerta de Hierro, pero el pequeño dictador que habitaba en ella, don Luis Felipe, que dormía con un ojo cerrado y el otro abierto, saltó a tiempo de su cama, sacó un revólver y una escopeta y mató a tiros a los intrusos, tres en total, rematándolos cuando agonizaban, tendidos en el suelo, sobre un charco de sangre. Más cruel todavía resultó la muerte del ladronzuelo que, actuando en solitario, penetró imprudentemente, años después, en los jardines de aquella mansión: se activaron las alarmas, Varela salió con una escopeta, descargó los cartuchos sobre el joven y luego unos perros dóberman atacaron al asaltante caído y lo mataron a mordiscos. Luis Felipe Varela era, pues, un hombre de armas tomar.
No quería casarse, o eso les decía a sus pocos amigos, cuando se reunían a jugar al tenis o al golf, en el club de Puerta de Hierro. Tuvo numerosas novias, amantes, conquistas furtivas. Le gustaban especialmente las mujeres casadas, a las que seducía sin culpa y con quienes se permitía breves amores clandestinos, para luego dejarlas enamoradas. Era un donjuán, y a dicho oficio se dedicaba como si fuera su más perdurable vocación. Pero no quería casarse, ciertamente no quería casarse ni tener más hijos. Con el tiempo, su hijo Luis Francisco, el calvo desde niño, eligió ser diplomático, como él, y fue nombrado embajador en Madrid, luego en Londres y finalmente canciller de la República. Su hermana Verónica continuó esquivando el mundo de la política como si este fuese un cementerio de muertos vivientes, de zombis afantasmados, y se dedicó a producir obras de teatro de escaso éxito. Verónica no tuvo hijos. Luis Francisco tuvo una hija a la que llamó Sofía.
Cuando envejeció, el señor Varela, ya con dificultades para caminar, para ducharse, para vestirse, se resignó a contratar a un regimiento de enfermeras, todas muy guapas, de origen centroeuropeo: rumanas, checas, búlgaras, polacas, afincadas en Madrid y fluidas en lengua castellana. A ellas, sus enfermeras predilectas, vestidas con uniforme celeste y guantes blancos, las llamaba afectuosamente “mis soplapollas”. En efecto, después de que ellas lo bañaran y vistieran y le dieran de comer, el señor Varela elegía a la que más le gustaba, a la que más le tentaba en ese momento, y la llevaba a su dormitorio y le pedía:
-Sóplame la polla, mamita.
Pero, como el viejito ya no era capaz de producir una erección ni media erección, aunque tomase Viagra a riesgo de sufrir un infarto (“si muero por culpa del Viagra, quiero morir con la verga tiesa, carajo”), la atribulada enfermera hacía rigurosamente lo que le había pedido su jefe: le bajaba el pantalón y, sin que sus labios ni sus manos tocasen las partes nobles del anciano, soplaba y soplaba pacientemente en la adormecida dotación genital de don Luis Felipe, una tripita y una bolsita testicular tan minúsculas que daban lástima, un tejido ajado y macilento en coma profunda, irreversible. Soplaba entonces la enfermera, refrescándole la mustia entrepierna al señor Varela, quien, a veces, desvergonzado, pedía luego:
-Ahora abanícame la polla, mamita.
Y la enfermera, resignada, cogía un abanico y, al agitarlo, provocaba una mínima brisa bienhechora que daba paz al árbol caído y hecho leña que era la verga del viejito.
Quien se ganó la especial predilección de don Luis Felipe fue una enfermera rumana, de nombre Tatiana, muy rubia, de pechos opulentos y nalgas enhiestas, quien convenció al anciano de que se dejara dar baños de ozonoterapia. Al comienzo desconfiado y receloso de que fueran a envenenarlo, y sintiendo que su hombría estaba en jaque, Varela se opuso a dicho tratamiento. Pero tanto insistió la rumana que don Luis Felipe se ablandó, cedió y se avino a la invasión: consistía en que la enfermera le metiese una angosta manguerita en la cavidad anal y luego encendiera una máquina que expelía ozono puro en el culo de Luis Felipe Varela, como si estuviese inflando un neumático de camión, o una balsa de goma, o un muñeco de Halloween.
-Qué rico ese airecito fresco -decía Luis Felipe Varela, mientras le saturaban la vía rectal con ozono de alta pureza, un tratamiento que, según la enfermera Tatiana, le prolongaría la vida.
Pues al parecer funcionó: el anciano cumplió noventa años, noventa y cinco años, y siguió incordiando a las enfermeras, pidiéndoles que le soplasen y abanicasen la polla, rogándole a Tatiana más ozono rejuvenecedor en la cueva anal.
Profundamente enamorado de Tatiana, a pocos años de cumplir cien, Luis Felipe Varela pidió matrimonio a la rumana (no pudo pedir su mano, porque los padres de la enfermera se encontraban presos por tráfico de drogas) y se casó con ella en la capilla de su mansión de Puerta de Hierro, en ceremonia religiosa oficiada por un obispo del Opus Dei que soñaba con ser Papa.
Consternados, los hijos del anciano Varela, el calvo Luis Francisco y su hermana, la artista Verónica, no asistieron a la boda religiosa de su padre y la rumana, ni al casamiento civil. Se habían enterado de algo que los dejó helados: su padre, con casi cien años, había escrito un nuevo testamento, dejándole todo, absolutamente todo, a su nueva esposa, la rumana, y apenas un millón de euros a cada uno de ellos, lo que tomaron como un agravio, una humillación.
Contrataron entonces a un ejército de abogados y pidieron que se anulase la boda y se declarase interdicto, o sea privado de sus derechos civiles, por loco, demente, senil, fuera de su sano juicio, a su padre, don Luis Felipe, quien, a su turno, también fichó a unos abogados que hicieron todo lo posible para demostrar ante la justicia que él era un hombre lúcido, cuerdo, en sus cabales, aunque, claro, enamorado.
En ese clima de hostilidades o guerra de guerrillas en su propia familia, el patriarca Varela se aprestaba a cumplir cien años. No sabía si rehacer su testamento, dejando la mitad de su patrimonio a su esposa Tatiana y la otra mitad a sus hijos. A veces se sentía triste, desencantado de la vida, pues ya no veía a sus hijos ni a su amada nieta Sofía, una poeta, ensayista y filósofa lesbiana de profunda inteligencia y gran corazón. Estaba considerando ser generoso con ellos, cambiando su testamento, cuando, aprovechando que Luis Felipe y su esposa viajaron a Málaga, el calvito eterno Luis Francisco dejó de lado los modales diplomáticos, entró en la mansión de su padre y se llevó todas las piezas de arte, las joyas y los relojes. Al volver de viaje, su padre, espantado, lo denunció a la policía y lo desheredó incluso del millón de euros que le había dejado en el testamento anterior, ahora anulado.
Poco antes de cumplir cien años, don Luis Felipe Varela contrató un detective y le pidió que espiase el teléfono móvil de su esposa, la enfermera rumana, que seguía echándole aire y ozono en sus partes pudendas. No tardó el sabueso en descubrir que Tatiana enviaba vídeos sexualmente explícitos, ella tocándose, exhibiéndose, a un futbolista argentino que vivía en Madrid. Derrotado una vez más, recordando que envejecer era una incesante humillación, don Luis Felipe no le dijo nada a Tatiana, pero cambió su testamento y la desheredó a ella también, aunque siguió pidiéndole que le soplase la polla y le conectase el ozono en el culo, pues ya sin eso no podía vivir.
Entonces, al cumplir cien años, al soplar las cien velitas hundidas en la torta de chocolate, acompañado por Tatiana y siete enfermeras centroeuropeas (todas ellas sin sostén, a pedido suyo, como regalo de cumpleaños), don Luis Felipe Varela decide que le dejará toda su fortuna a la persona más inteligente, noble y bondadosa que ha conocido: su nieta Sofía Varela, poeta, lesbiana, filósofa, criatura gatuna, amante de los bosques, trepadora de árboles. Ignora Sofía, subida en un árbol en las afuera de Madrid, escribiendo poesía, que muy pronto será millonaria.
Publicado: noviembre 8 de 2021
5