Hace unos setenta años o algo más nuestra opinión pública estaba estremecida con las noticias que prensa y radio divulgaban acerca de Nepomuceno Matallana, un abogado o quizás apenas rábula que liquidaba a sus clientes. Lo llamaban el Dr. Mata y la sola mención de su nombre producía pavor entre la gente. Hacía parte de la temible galería de delincuentes que aterrorizaban al país por ese entonces.
Yo era un niño y guardo todavía el recuerdo de ese personaje espantoso. Lejos estaba de pensar que la especialidad del Dr. Mata invadiría el campo de la medicina, cuya misión es sanar enfermos y, en casos desahuciados, paliar sus sufrimientos para ayudarles a bien morir, mas no para despacharlos voluntariamente hacia el más allá, pues el Juramento Hipocrático, tanto en sus versiones antiguas como en las modernas, le ordena velar con el máximo respeto por la vida humana.
La medicina, en efecto, está al servicio de la vida, pero una cultura cada vez más invasiva, que el pensamiento católico justificadamente ha calificado como de la muerte, ha dado lugar a nuevas y atroces especialidades, la de los médicos abortistas, que antes eran severamente censurados, y la de los administradores de la eutanasia, a quienes hoy se presenta como bienhechores y garantes de la dignidad humana.
Leo, por ejemplo, en El Colombiano de ayer (página 26) que una paciente de ELA, una terrible dolencia, ha fijado para las 7:00 A.M. del próximo 10 de octubre su cita con la muerte que le será administrada por un galeno que no se identifica en la nota periodística. Pero no será, como ésta dice, la primera paciente en Colombia, con diagnóstico no terminal, que accederá a la eutanasia o muerte asistida, pues conozco algunos casos de personas que ya han obtenido tan macabro beneficio.
No más en esta semana mi empleada doméstica me contó que había seguido por noticieros de televisión todo el proceso de otra enferma desahuciada que optó por la eutanasia, evento que se transmitió morbosamente con lujo de detalles hasta el último minuto de su existencia. La paciente murió rodeada de sus hijos que la contemplaban y lloraban a su alrededor mientras la droga letal producía su efecto.
El ateísmo, tanto teórico como práctico, que predomina en la cultura actual ha privado a la muerte de su misterio. Nada hay más allá y si algo sucede tras la muerte, es un evento que carece de importancia. Pascal, sin embargo, pensaba todo lo contrario. Podría ser que la primera alternativa fuese cierta. Pero, de no serlo, la muerte daría comienzo a otra vida, la eterna, que como lo dejó consignado el célebre astrónomo francés del siglo XIX Camilo Flammarion, plantea el más grande de los problemas que acucian al ser humano.
Es bien conocido el planteamiento de Max Weber sobre el desencantamiento o la desacralización del mundo que caracterizan al racionalismo que impera en la Modernidad. ¡Nada hay sagrado más allá del deseo del ser humano! Como lo he observado en otra oportunidad, las ideas acerca de una Ley de Dios o apenas de una una Lex Naturalis se consideran lesivas de la autonomía de la conciencia, que tiene como uno de sus atributos más significativos el de darse su propia normatividad. A ello apunta el programa emancipatorio que hoy se considera como el leitmotiv de la causa progresista. ¡El progreso consiste en liberar al hombre de todas sus ataduras, vengan de donde provinieren, sea de Dios, de la naturaleza, de la historia y hasta de su entorno social!
Ese proceso de racionalización ofrece perspectivas bien inquietantes. El propio Weber plantea una distinción radical entre la racionalidad de los medios, que se establece a través de la atenta consideración de hechos (lo fáctico, de que hablan los filósofos), y la de los fines, que obedece a consideraciones de valor o axiológicas (lo normativo), abiertas a discusiones interminables.
El pensamiento actual, que sufre el influjo avasallador de la mentalidad anglosajona, se inclina por el utilitarismo como guía suprema para orientarse en el mundo de los valores. Según sus planteamientos, el valor de la vida reside en su utilidad. Por consiguiente, hay unas vidas útiles y otras inútiles. Las primeras merecen conservarse, no así las segundas.
De ahí se siguen corolarios muchas veces inesperados y hasta chocantes. Por ejemplo, las vidas no deseadas de seres humanos en proceso de gestación merecen abortarse. Pero hay quienes a pesar de todo nacen y no deberían sobrevivir. Peter Singer, famoso profesor de Ética en Princeton, sostiene que para esos casos se legitima el infanticidio. Y es lo que se está practicando hoy en Bélgica.
Alejandro Gaviria, siguiendo la tónica de economistas ateos como él, ha dicho que las personas de edad avanzada constituyen una carga insoportable para la sociedad y, por consiguiente, se las debe privar del auxilio jubilatorio y los demás que ofrece hoy la seguridad social. Hay que dejarlas subsistir según sus propios medios y lo más deseable para ellas sería poner fin a sus míseras existencias.
¿Hay que festejar la muerte? Es lo que recomiendan hoy los promotores de la eutanasia. Tal es el tema de una película muy impactante, «Cuando el destino nos alcance», en la que, llegado el momento de despedirse de la vida, se penetra por un túnel mientras suena la Sinfonía Pastoral de Beethoven para darle el último adiós plácidamente. Los restos de la cremación sirven de materia prima para unas pastillitas verdes que alimentan a los sobrevivientes, algo así como el maná bíblico.
Ojalá no me toque ese día en que la realidad superará a la ficción.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: octubre 8 de 2021
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