Cinco años después de aquel inolvidable 2 de octubre de 2016 cuando, ni los mismos defensores del NO a los Acuerdos de La Habana, creíamos posible derrotar la aplanadora publicitaria montada por el gobierno Santos a favor de su acuerdo con los narcoterroristas de las FARC, y, menos aún, después del desprestigio al que fuimos sometidos por advertir los peligros a los que quedaríamos abocados de aceptar en las urnas el esperpento habanero, conseguimos rechazarlos ¡ganamos el plebiscito!
Sin siquiera saborear el triunfo, anteponiendo los intereses de la patria, se propuso una reforma sustancial para sacar los acuerdos adelante. Aparentemente apabullado por la derrota, el jugador de póquer aceptó incondicionalmente la propuesta. Pero el timador profesional, al amparo del premio Nobel de Paz que milagrosamente salió, cinco días después de su estrepitoso fracaso, de ese sombrero de mago de donde sale casi todo lo suyo, y echando mano de su mejor y más convincente argumento que es “el maldito parné”, se consiguió un maquillado “nuevo viejo acuerdo” que 53 días después fue nuevamente firmado con pompa y ostentación y, en cuestión de un abrir y cerrar de ojos, mediante una proposición en el Congreso de la República y vía “fast track” (vía rápida poco ortodoxa, que en inglés suena más legal), fue todo aprobado.
El del Nobel pasó así, olímpicamente, por encima de la voluntad del pueblo consignada en las urnas. Ese atropello, ese “esguince democrático”, causó una herida que hoy sigue abierta y sangrante.
Cinco años y de su paz, si acaso quedará uno que otro de los prendedores con forma de palomita que él y sus lacayos lucían en las solapas, y ese cuento fantasioso sobre “el mejor acuerdo posible” que lleva de foro en foro y con el que llena sus bolsillos de dinero, porque en Colombia paz, no hay.
El país se debate en un mar de incertidumbre desprendida del ultraje a la institucionalidad, de la profunda división del pueblo, de un país arruinado y asfixiado por la violencia del narcotráfico que generan las 200 mil hectáreas de coca que nos dejó sembradas.
El desdichado “proceso de paz”, no solamente exacerbó todos nuestros males, sino que perturbó todos los valores. Tenemos a criminales de lesa humanidad legislando en el Congreso y dando lecciones de moral y buen hacer político, y un sistema de justicia paralelo (JEP), en el que igualan a criminales de lesa humanidad con servidores de Fuerza Pública, y un particular diseño para legitimar jurídicamente los crímenes atroces de los narcoterroristas.
Y ¿las víctimas? Ahí están, “revictimizadas” por un proceso que simplemente las usó como bandera.
¿Cuánto nos costó esa desgracia? ¿Dónde están las cuentas y quién responde?
El daño está hecho, no hay marcha atrás. Colombia es un país de valientes y, aunque nunca olvidaremos ni permitiremos que reescriban nuestra historia, vamos a superar este funesto episodio.
El punto de partida es la unión, la reconciliación en aras de la defensa de nuestra amenazada democracia, para podernos permitir el espacio para la restauración de la vida en valores y la reconstrucción y ennoblecimiento de las instituciones democráticas, que nos faculten el resarcimiento al daño causado a las víctimas y el progreso como nación digna.
Publicado: octubre 9 de 2021
5