No se entiende cómo el Gobierno impulsó y defendió el proyecto de ley que les permite a los cabildos indígenas contratar directamente con el Estado. Una medida que generará un potencial conflicto de competencias entre la jurisdicción ordinaria y la indígena y podrá terminar convertida en un foco de corrupción sin precedentes.
Desde siempre la minga indígena ha buscado presionar al Gobierno para que le sean entregados más recursos. No importa que las comunidades étnicas controlen el 30% de la tierra del País y que el 47% de los cultivos de coca se siembren en sus territorios, siempre quieren más. Para ello, no solamente repiten el oxidado discurso de las luchas históricas de hace 500 años, sino que acuden a las vías de hecho como mecanismo de presión por excelencia.
Bloquean carreteras, atacan a la Fuerza Pública, sabotean la producción empresarial del sur del País y amenazan con tomarse Bogotá. Ese es el modus operandi al que han acudido toda la vida para arrinconar a los Gobiernos y obtener más gabelas presupuestales e institucionales de las que ya tienen.
El problema, es que esta vez lograron su cometido. De la nada, después de haber pasado completamente desapercibido durante meses, llegó a la plenaria del Senado un proyecto de ley que arrodilla la institucionalidad a las pretensiones de la minga.
En concreto, esta iniciativa habilita a los cabildos y asociaciones indígenas para contratar con el Estado para financiar proyectos que fortalezcan su identidad cultural, lo cual acarrea dos gravísimos problemas.
El primero, es que estos contratos se suscribirán bajo el régimen de la contratación directa. Es decir, el Alcalde, Gobernador o cualquier Director de entidad pública podrá escoger a dedo a la comunidad indígena con la que quiere contratar dentro de un rango de montos que establece la ley. No hay licitación pública ni competencia de ningún tipo. Solo la discreción del funcionario de turno.
Lógicamente, será cuestión de tiempo para que cada cabildo empiece a acudir a las vías de hecho para presionar a las entidades estatales a que contraten con ellas y les giren los millonarios recursos.
El segundo, y el peor de todos, es que no hay forma real de sancionar a los miembros de los cabildos que llegasen a malversar los recursos públicos que les son transferidos a través de estos contratos, dado que los indígenas, por mandato constitucional, gozan de un fuero especial y no pueden ser investigados por las autoridades ordinarias.
Y aunque el proyecto sostiene que la Fiscalía, Contraloría, Procuraduría y Rama Judicial son competentes para adelantar el control fiscal, disciplinario y judicial que se derive de la ejecución de esos recursos, en la práctica esto va a ser imposible de lograr. Cada vez que un indígena se vea contra la pared por las investigaciones, alegará que goza de fuero especial y que solamente puede ser investigado y juzgado por su propia comunidad ancestral.
Con esto, se generará un eterno conflicto de competencias entre las jurisdicciones ordinaria e indígena que muy seguramente sea ganado por esta última, dado que los contratos tienen como objeto el fortalecimiento de su identidad cultural. Una jugada maestra que desangrará al horario público.
Porque seamos claros: si los contratistas normales se roban los recursos teniendo encima a los entes de control, qué se puede esperar que suceda con los cabildos indígenas que son inmunes al accionar de la las autoridades ordinarias. Como no va a poder haber sanción efectiva, harán de la contratación directa una fiesta de transacciones y despilfarro a costa de los impuestos de todos los colombianos. Y pobre de aquel funcionario que se atreva a cancelar estos contratos, porque desatará la furia de una minga que encontró una mina de oro en este estúpido y peligroso proyecto que sacó adelante el Gobierno.
Publicado: septiembre 22 de 2021
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