Los creyentes de verdad sabemos que la fe cristiana es un don de Dios, un verdadero regalo de salvación que nos llega por obra de la gracia y llama a nuestra libertad. Podemos asentir a ese llamado o prestarle oídos sordos. Nada ni nadie puede forzarnos a creer, salvo la voz de la conciencia estimulada desde lo Alto.
Sabemos, igualmente, que las creencias que involucra la fe son difíciles desde el punto de vista meramente racional y están rodeadas, como lo ha señalado Jean Guitton, por un espeso velo de misterio. Él mismo lo ha afirmado en su testamento filosófico: para ser católicos hay que practicar la obediencia, doblegar nuestro orgullo, dejarnos guiar por los maestros. Marshall Mc Luhan, un famoso converso, lo señaló de modo rotundo: a la Iglesia se entra de rodillas.
Lo anterior significa que los creyentes debemos movernos en medio de un mundo que no lo es y a menudo nos resulta hostil. Tenemos que aprender a convivir con quienes no comparten nuestra fe y esa convivencia implica el respeto por las creencias ajenas o la incredulidad de los demás. Nuestra fe no garantiza la calidad de nuestros comportamientos, pues como lo reconoció Evelyn Waugh, el célebre novelista británico, «Soy católico para no ser peor». La falta de fe religiosa, por su parte, no implica que el que adolece de ella sea necesariamente una mala persona. Muchos incrédulos dan ejemplo de virtudes sobresalientes y es probable que a la hora del juicio post-mórtem la misericordia de Dios les abra las puertas del Cielo.
La fe o la falta de ella resulta ser algo muy íntimo, pero es natural que la una y la otra se proyecten en nuestras opiniones, nuestras valoraciones y, en últimas, en nuestras acciones. Ambas penetran nuestra conciencia moral y condicionan nuestro juicio sobre lo que está bien o está mal, no sólo en nuestras vidas individuales sino en el ámbito colectivo.A lo largo de la historia los ordenamientos sociales han sufrido el influjo de las creencias religiosas, pero a partir de la Ilustración se ha venido imponiendo la idea de que las mismas corresponden exclusivamente al fuero íntimo de cada individuo y ninguno está legitimado para imponerles a otros las concepciones morales derivadas de sus creencias. Este proceso ha conllevado la separación de la fe religiosa de la moral social y luego la de una y otra respecto del ordenamiento jurídico.
Se olvida que tanto la moral social como el derecho involucran consideraciones axiológicas sobre lo que conviene o perjudica la convivencia y el orden comunitario. Esas consideraciones suelen llevar expresa o tácitamente la impronta de creencias religiosas fuertemente ancladas en las tradiciones de los pueblos. En su más alto nivel de abstracción, tocan con lo que en las comunidades se considera sagrado. Y éste es un concepto que difícilmente puede encasillarse dentro del discurso racional.
Nuestra civilización, que surgió del triunfo del Cristianismo en el Imperio Romano, se fue ordenando a lo largo de siglos alrededor de la creencia judeo-cristiana en la Ley de Dios, reforzada por la creencia sobre todo estoica en la Lex Naturalis. En el siglo XVIII Kant pretendió sustituir esas ideas por la de un fundamento meramente racional del orden moral expuesto en sus célebres imperativos categóricos. Pero éstos, a la hora de la verdad, abren discusiones interminables que debilitan su fuerza argumental. Quizás no sea excesivo el comentario de Hegel, según el cual el sanguinario Robespierre era Kant en acción, o el de Nietzsche, que acusaba a Kant de ser un cristiano alevoso por cuanto intentaba disfrazar los contenidos de la moralidad cristiana bajo un ropaje supuestamente racional.
Los filósofos distinguen en las valoraciones morales la ética formal y la ética material. La primera versa sobre reglas abstractas, como la que postula Kant acerca del deber de tratar al hombre como fin en sí mismo y no como medio, en tanto que la segunda se ocupa de los contenidos mismos de los deberes y las conductas. Para el caso, la ética material trata de establecer en concreto qué significa la dignidad de la persona humana y cuáles comportamientos la favorecen o la menoscaban.
Difícilmente se encuentra hoy una expresión más trajinada que la de dignidad de la persona humana. No entraré en las discusiones que suscita. Me limitaré a observar que su fundamento es nítidamente religioso y, en particular, cristiano. Su genealogía hay que buscarla en los Evangelios y en textos muy significativos de San Pablo, que la asocian con el carácter espiritual del ser humano y su destino eterno.
Pero el pensamiento actual la ha despojado de sus raíces religiosas, asignándole una identidad autárquica de la que originalmente carecía. Sus bases judeo-cristianas la hacían depender del hecho de que Dios le confirió al ser humano el señorío sobre la naturaleza, pues lo creó a su imagen y semejanza. El pensamiento moderno niega o es indiferente a Dios, pero tiende a desplazar sus atributos hacia el ser humano. Para decirlo en síntesis, su dogma parece resumirse en estos términos: «Homo homini Deus» («El hombre es un dios para el hombre»).
En el fondo, hay dos visiones radicalmente opuestas acerca de lo sagrado. Una, lo asocia con Dios. La otra, lo asocia con el ser humano. La primera sujeta al hombre a la Ley Divina, aunque sin negar su libertad de seguirla o desconocerla, de todo lo cual se siguen consecuencias para su vida espiritual. La segunda, en cambio, exalta la libertad humana proclamando su autonomía, es decir, su capacidad de fijarse sus propias reglas y definir sus contornos éticos. La más acabada expresión de esta tendencia se encuentra en el pensamiento de Sartre, que proclama que la idea de Dios es radicalmente incompatible con la libertad humana, que para él ostenta el máximo valor.
Estas dos visiones enfrentadas la una la otra entrañan ante todo un conflicto de índole religiosa y, por ende, ética.
Así se observa en los ásperos debates que rodean temas como el aborto, la eutanasia, la configuración de la familia, la homosexualidad, las adopciones, la educación moral y otros análogos. La religión que podemos llamar humanista pretende imponer sus puntos de vista a toda costa, transmutando sus concepciones morales en preceptos jurídicos con cuya imposición coercitiva buscan acallar e incluso doblegar a quienes profesamos creencias cristianas.
Estos debates, en sana lógica democrática, deberían someterse al escrutinio de las mayorías, pero como éstas a pesar de todo siguen siendo más o menos fieles a las creencias cristianas, se alega que deben resolverse por autoridades judiciales «contramayoritarias», comprometidas con los intereses de las minorías. Sucede entonces que si, por ejemplo, los congresos elegidos popularmente se abstienen de contrariar las creencias de sus electores, los jueces pueden enmendarles las planas imponiendo las suyas a guisa de «principios y valores» constitucionales.
Esas imposiciones vulneran casi siempre la libertad de conciencia de los creyentes en las religiones tradicionales, llegando muchas veces al extremo de lo que Janet Folger ha tratado como la criminalización del Cristianismo en un importante libro que he citado en otras ocasiones en este blog. Así, un episodio reciente ocurrido en Finlandia involucra a una dama que está siendo procesada por haber citado en las redes sociales el texto del Génesis que habla de que Dios nos creó hombre y mujer. Se considera que reproducir el texto bíblico es ofensivo para los transexuales y que considerar que nuestra identidad es ora masculina, bien femenina, trasgrede el pensamiento políticamente correcto hoy en día acerca de que el género es más o menos arbitrario y no coincide con la configuración con que nos ha dotado la naturaleza.
De hecho, la religión humanista es un neopaganismo que pretende erradicar las creencias cristianas que, como he señalado atrás, dieron origen a nuestra civilización. Lo que está en marcha es otra idea de la civilización que los que creemos que entraña más bien un retroceso estamos abocados a sufrir exclusión e incluso persecución de parte de sus promotores.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 29 de 2021
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