Retirado de la televisión, Barclays vivía en Washington DC y daba clases de literatura latinoamericana en la universidad de Georgetown, donde, años atrás, había escrito sus primeras novelas, cuando aún las escribía a mano, en cuadernos, en la biblioteca de la universidad, y las computadoras eran una extravagancia reservada a los científicos del campus, obsesionados en desarrollar las incipientes redes digitales: en efecto, en la biblioteca de la universidad había apenas cuatro computadoras básicas que casi nadie usaba.
Barclays se aburría dando clases porque veía que sus alumnos se aburrían oyendo esas clases. En realidad, asistían a ellas no por curiosidad intelectual ni menos aún por pasión literaria, sino por mera obligación académica. Unos bostezaban sin disimulo y se quedaban semidormidos. Otros dibujaban cosas raras, o veían sus celulares, o tenían la mirada vacía, como si les hubieran hecho una lobotomía y hubiesen quedado atontados. Había una chica linda, mexicana, entre los estudiantes, pero era ilegal que el profesor la invitase a tomar un café. Peor todavía, el sueldo como profesor era relativamente bajo: apenas le alcanzaba a Barclays para alquilar una casa en el barrio añoso de Georgetown, ir al cine los fines de semana y comer en buenos restaurantes.
Fue entonces cuando la gerente de Mega, un canal de Miami, la cubanoamericana Cindy Harrison, llamó por teléfono a Barclays y le propuso un programa político en el prime time, a las diez de la noche. La oferta económica era sumamente tentadora: cinco veces más de lo que le pagaban a Barclays por dar clases en la universidad de los jesuitas. Fatigado de ser un profesor de alumnos sumidos en la abulia y la apatía, harto de ver a sus alumnos bostezar sin taparse la boca, Barclays aceptó la oferta, se mudó al sur de la Florida y comenzó su programa.
No por méritos o aptitudes de Barclays, sino por la chatura de su canal y de los otros canales hispanos, el programa no tardó en triunfar por todo lo alto, con los mejores índices de audiencia de la estación y las más cuantiosas ventas publicitarias. El dueño del canal, el magnate Raúl Halcón, invitó a Barclays a comer en su casa. Al terminar la comida, salieron al parqueo y Halcón le entregó a Barclays las llaves de un Jaguar nuevo, color azul, que le había comprado de regalo, en agradecimiento por el éxito de su programa. Barclays se sintió una estrella: hacía mucho que no se sentía así, desde los años espléndidos, maravillosos, en CBS en español.
Al expirar el primer año de su contrato, Barclays tenía tanto éxito que pidió que le duplicasen el salario. Halcón aprobó dicha petición sin reticencias. El programa continuó siendo el portaviones del canal. Barclays era famoso por sus opiniones políticas deslenguadas, ponzoñosas, atrabiliarias, lo mismo que por sus entrevistas a grandes celebridades, a las que trataba con familiaridad, sin reverencias, como si se conocieran desde el colegio. En las principales autopistas de la ciudad, el rostro de Barclays aparecía en carteles, paneles y vallas publicitarias, como si fuera el éxito personificado, incuestionable. Qué lástima que mi padre no está vivo para que vea estos carteles y comprenda que no fracasé, como él me dijo que fracasaría por ser una mariquita, pensaba a menudo Barclays, herido por el rencor. Pero sus hermanos, sus tíos y sus primos sí pasaban por Miami o Nueva York y veían la gran cara de Barclays sonriéndoles desde el olimpo y comprendían que había triunfado finalmente en las ligas mayores.
Lo que Barclays no se atrevía a decir, pero lo pensaba con frecuencia, era que estaba triunfando en las ligas mayores de la televisión, pero fracasando en las de la literatura, donde, tras un comienzo prometedor, con grandes ventas y buenas críticas, su carrera parecía haberse estancado.
Lo que Barclays y Halcón no sabían es que al año siguiente vendría una recesión feroz, que provocaría el fin de la burbuja inmobiliaria, inflada con créditos a deudores que no podían pagarlos, el desplome de los activos en la Bolsa de Valores, la quiebra de miles de negocios y el súbito aumento del desempleo. De pronto la economía del país se encontraba hundida en una crisis brutal, una crisis que, por supuesto, afectó las ventas publicitarias del canal de Halcón.
Debido a ello, la gerente Cindy Harrison llamó por teléfono a Barclays y le comunicó, con cierta aspereza, sin pedir disculpas, que su salario sería recortado a la mitad, puesto que el canal se había quedado casi sin auspiciadores.
Esa noche, furioso, desencajado, sintiéndose víctima de un ultraje, odiando al mundo, Barclays apareció a las diez en punto, en directo, anunció que le habían rebajado el sueldo a la mitad y pasó a descargar una catilinaria contra el magnate Raúl Halcón y una filípica contra la gerente Cindy Harrison. Al dueño del canal lo llamó palurdo, mentecato, gamberro. Lo acusó de no ver su propio canal de televisión, de no visitar las instalaciones de la emisora, de mirar desdeñosamente a sus talentos o bustos parlantes. No le agradeció por haberle duplicado el sueldo al cabo del primer año ni por haberle obsequiado un auto de lujo: lo llamó ignorante, analfabeto, mastuerzo, sacaperras. Luego pasó a insultar a la gerente Harrison: le dijo adulona, franelera, sobona del dueño. La acusó de no haber leído un libro en español en su vida. Le dijo que había dirigido un canal de cable para mujeres frívolas, descerebradas. La llamó gorda, rolliza, obesa, una croqueta cubana, una empanada. Le dijo que tenía la simpatía de una tanqueta rusa o un Fiat Lada.
No contento con toda esa descarga envenenada, Barclays exclamó, a los gritos:
-¡Yo convertí a este canal en un éxito! ¡Yo lo puse de moda! ¡Yo lo puse en el mapa! ¡Yo inventé el slogan publicitario “La Mega se pega”! ¡Yo soy la Mega! ¡La Mega soy yo! ¡No su dueño, que seguramente está viendo otro canal! ¡No su gerente, que seguramente está comprando vestidos rojos por internet! ¡La Mega SOY YO!
Pero, para mala suerte del despechado Barclays, el magnate Halcón y su gerente Harrison sí estaban viendo el canal y por eso dieron la orden de que lo sacaran del aire.
Mientras Barclays seguía dando alaridos, un camarógrafo, su amigo Lázaro, se le acercó y le dijo:
-Nos han sacado del aire. Mejor no sigas.
Por orden del dueño, pusieron canciones de Celia Cruz para relajar la tensión.
Barclays regresó a su casa ofuscado, manejando el Jaguar que le había regalado Halcón. Mi carrera de televisión ha terminado de un modo épico, casi heroico, pensaba, mientras bebía latas de cafeína, como un demente, como un suicida que ha cumplido la misión de inmolarse.
Al día siguiente, sin que Barclays hubiera dormido tan solo una hora, la gerente Harrison lo llamó en tono risueño, despreocupado, y le preguntó si haría el programa esa noche, o si ya no quería salir al aire. Barclays pidió más dinero. Imposible, le dijo la gerente, si no aceptas el recorte, nos veremos obligados a despedirte ahora mismo, qué pena contigo. Como el contrato anual vencía a fin de año, Barclays pensó: aceptaré el recorte por unos pocos meses y con toda seguridad a fin de año volverán a pagarme el sueldo completo.
Esa noche, Barclays apareció en su programa, entrevistando a la gerente Harrison, y se disculpó con ella y con el magnate Halcón. Dijo que había sufrido un brote sicótico, maníaco, debido a una mala medicación para sus problemas bipolares. Es decir, echó la culpa a las pastillas de su conducta insolente, canallesca. Pero era cierto que estaba mal medicado y que esos picos maníacos eran frecuentes en él. Barclays razonó con la gerente Cindy Harrison: te pido perdón por estar loco, pero si no estuviera loco, no tendríamos el éxito que hemos tenido, Cindy. Nadie como Barclays para hablar tan apasionadamente bien de sí mismo. La gerente lo comprendió, lo perdonó, le dio un regalo, una estufa, porque Barclays se quejaba a los gritos de que el estudio estaba helado, de que lo estaban matando de esa manera insidiosa, y la crisis quedó superada.
Pero no del todo: cuando venció el contrato de Barclays, tanto Halcón como su gerente Harrison consumaron la venganza contra su estrella más hablantina y envanecida. Le dijeron que las ventas publicitarias no se habían recuperado, que el canal estaba vendiendo muy poco, que los clientes se habían marchado para no volver, que la competencia de los canales digitales y las plataformas audiovisuales era demoledora y que, mala suerte, no sólo no podían subirle un ápice los honorarios, sino que ahora tendrían que recortárselos de nuevo a la mitad, con lo cual ganaría apenas la cuarta parte de lo que ganaba antes de la crisis.
Humillado, rabioso, con ganas de romper algo, Barclays le gritó a la gerente Harrison:
-¡Puedes meterte esa oferta ridícula por donde no te dé el sol, Cindy!
Ella, muy correcta, no respondió.
-¿Y entonces, qué piensas hacer? -preguntó, en tono jovial, distendido-. Porque te recuerdo que no puedes hacer televisión con ningún otro canal de este país por espacio de un año.
Intoxicado de vanidad, Barclays gritó:
-¡Volveré a la academia! ¡Volveré a la literatura!
-Buena suerte -le dijo Cindy Harrison, y colgó sin más rodeos.
Pero “la academia”, o sea la universidad de Georgetown, no tenía espacio ya para el profesor itinerante Barclays, y “la literatura” tampoco lo esperaba de brazos abiertos, como si no pudiera vivir sin él: su más reciente novela había quedado segunda en el premio Planeta de España, lo que le procuró un dinero no menor, pero fue vapuleada por ciertos miembros del jurado, que le dieron un varapalo. Lo que Barclays, en privado, lamentándose, llamaba “una mala racha”, era acaso una educación acelerada en las ventajas de la humildad.
Abatido, Barclays vendió el Jaguar que le había regalado Halcón, hizo maletas y se mudó a vivir en un hotel de Bogotá, contratado por un canal periodístico colombiano. Fue entonces cuando volvió a fumar marihuana, todas las madrugadas heladas, en ese hotel de Bogotá.
Tiempo después, la gerente Cindy Harrison se peleó con el magnate Raúl Halcón y fue fichada como presidenta de CNN en español. El inefable Barclays, siempre queriendo trepar, escalar, ser más famoso, más rico, le escribió un email, ofreciéndose a trabajar en CNN, uno de los grandes sueños de su vida. La señora Harrison, memoriosa, le respondió:
-No puedo darte un programa, pero puedo ofrecerte un micro-programa de un minuto, a la una de la mañana.
Publicado: agosto 9 de 2021
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