Agradezco a la Academia Antioqueña de Historia la muy amable invitación que me ha formulado para exponer algunas ideas acerca de lo que considero como la crisis de nuestro ordenamiento constitucional en vigencia.
Comenzaré citando un texto de Carl J. Friedrich acerca del constitucionalismo y su conexión con el régimen democrático: «El constitucionalismo es probablemente la gran conquista de la civilización moderna, sin la cual poco o nada del resto es concebible». A partir de ahí, bien podríamos considerar que la crisis constitucional entraña, ni más ni menos, una crisis de civilización.
El constitucionalismo corona un largo y proceloso tránsito de las sociedades hacia la institucionalización del poder, que lo somete a reglas que controlan y racionalizan su ejercicio en función del bien común y la garantía de los derechos fundamentales de sus integrantes. A través de su implantación, el gobierno deja de regirse por la arbitrariedad de los hombres que lo ejercen, para que en su lugar prevalezcan las leyes.
Ello implica el respeto por la Regla de Derecho o el Imperio de la Ley, que se rodean de carácter sagrado. La normatividad jurídica y específicamente la constitucional ordenan la vida civilizada, condicionando así las ventajas que la misma ofrece para lo que Aristóteles consideraba que es la vida feliz a que aspiramos los seres humanos. Su debilitamiento nos hace recaer en la barbarie de esa vida primitiva que Hobbes describía como «solitaria, pobre, miserable, brutal y breve».
La Regla de Derecho debe formularse desde luego por quien tenga autoridad. Y, como con acierto lo anotaba Santo Tomás de Aquino, «es ordenación de la razón para el bien común». Es acto de voluntad, mas no de cualquier voluntad, sino de la que esté legitimada para cuidar de los asuntos de la comunidad, y debe además ceñirse a los dictados de la razón, que explora con sentido de justicia las necesidades de la convivencia humana. Su interpretación y su aplicación práctica deben guiarse con los mismos criterios: la instauración de lo justo en las relaciones recíprocas de la comunidad con sus integrantes y las de éstos entre sí.
¿Qué sucede si se pierde el respeto por la Regla de Derecho? ¿Qué se sigue para las comunidades si en su formulación, su interpretación y su aplicación desaparece la idea de lo justo? ¿Qué ocurre si en esos tres momentos prevalece la arbitrariedad, si en ellos reina tan sólo la voluntad, emancipada del freno o el impulso de la racionalidad y sometida tan sólo al deseo, el interés, el provecho y hasta la pasión de unos pocos?
No en vano se exige al tomar posesión de cualquier cargo público el juramento de cumplir y defender la Constitución, así como desempeñar los deberes pertinentes.
Todo esto parece ser de Perogrullo. Con todo, se hace menester recordarlo porque la crisis constitucional y con ella la del derecho parte precisamente del olvido de estas nociones elementales.
La crisis se pone de manifiesto de muchas maneras. Señalaré dos: a) cuando la normatividad no satisface las aspiraciones que la han motivado; b) cuando se distorsionan su interpretación y su aplicación de tal modo que se desvirtúa su sentido originario.
He observado en múltiples ocasiones que la Constitución que en 1991 se expidió en medio de una pintoresca fanfarria no ha logrado siquiera medianamente los propósitos que la motivaron, tal como se los expuso en su Preámbulo: «Fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana».
Dejando de lado los aspectos declamatorios del texto, mencionaré algunos de los eventos que determinaron la crisis constitucional de los años 1990 y 91: el peso de la subversión, sobre todo del M-19 y las Farc; la fuerza disolvente de las organizaciones de narcotraficantes; el deterioro moral de los partidos políticos tradicionales; la corrupción del sistema electoral y los cuerpos representativos; la falta de confianza en la administración de justicia; la fatiga frente a lo que se consideraba como un presidencialismo excesivo y un centralismo absorbente; la exigencia de garantías eficaces para la oposición política; el aborto de la reforma constitucional de 1989.
¿En qué estado nos encontramos hoy, una vez transcurridos treinta años del enunciado de lo que se nos ofrecía como una promisoria carta de navegación hacia el futuro?
En ese futuro estamos y no es lo feliz que se nos predicaba. Por el contrario, las encuestas de opinión más recientes muestran desasosiego, pesimismo, falta de confianza en todas las instituciones, ausencia de fe en el porvenir de nuestro país.
Por supuesto que ese clima de insatisfacción menoscaba la fuerza de la Constitución, de suerte que no son pocas las voces que claman por reformarla sustancialmente, si bien no se orientan todas en el mismo sentido en cuanto al modo de hacerlo ni a las modificaciones que podrían enderezar el rumbo institucional de nuestra patria.
Señalaré que la interpretación y la práctica de la normatividad constitucional han sido objeto de graves distorsiones. Me permito citar acá lo que el profesor Lowenstein destaca como dos graves desviaciones del constitucionalismo, a saber: la pérdida de prestigio de la Constitución y su desvalorización funcional (Lowenstein, Karl, «Teoría de la Constitución», Ediciones Ariel, Barcelona, 1964, pp. 222 y sigs.)
El profesor Lowenstein habla con toda razón de una erosión de la conciencia constitucional, tanto en el seno de las comunidades llamadas a gozar de la protección del ordenamiento y a sostener su vigencia, como en el de los gobernantes que han jurado defenderla y cumplirla.
Ese deterioro es palpable y gravísimo en lo que atañe a la Corte Constitucional, a la que el artículo 241 de la Constitución Política le confía la guarda de su integridad y supremacía «en los estrictos y precisos términos» que detalla el texto en mención.
He dicho que los magistrados que la componen prestan solemne juramento de cumplir este y los demás artículos de la Constitución, pero al parecer no los leen o rápidamente olvidan su solemne juramento, pues a menudo, para decirlo con crudeza, le tuercen el pescuezo a aquélla para ponerla a decir lo que no dice. Así las cosas, hay un hiato profundo entre el texto de la normatividad constitucional y lo que afirmando que lo cumplen invocan los magistrados.
No entraré en muchos detalles, para no alargar mi exposición. Observaré tan sólo que los magistrados han urdido una entelequia que denominan los «principios basilares» que configuran el «espíritu de la Constitución», muy parecido a las entidades fantasmagóricas que invocan los médiums en sus sesiones. Como si fuesen apóstoles de nuevos credos, atan y desatan a su amaño las causas que se someten a su dictamen constitucional, haciendo de la interpretación no un acto de conocimiento racional, sino de cruda y arbitraria voluntad. Para darle apariencia racional, a menudo se hincan en la ideología, a la que le asignan un rango supraconstitucional. De ese modo, les imponen a las comunidades creencias que ellas probablemente no compartirían si se les pidiera su aprobación.
Así las cosas, lo que entra en crisis no es sólo la Constitución, sino el régimen democrático mismo que ella debe ordenar y garantizar.
El fenómeno no es exclusivo de nuestro país. Es tema de agudos debates en otras latitudes, como en los Estados Unidos o en Francia. En este último país se alzan voces críticas que sugieren que la democracia constitucional ha derivado hacia una autocracia judicial. De ese modo, la separación de poderes, que según la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789 constituye una imperiosa garantía de los mismos, ha evolucionado hacia una jactanciosa dictadura judicial.
De hecho, entre nosotros ya hay conciencia de que no basta con que el Congreso a través de los debates reglamentarios apruebe leyes que sancione y promulgue el Gobierno, dado que se piensa que hay por así decirlo una instancia judicial que por la vía de la acción de inconstitucionalidad o la muy perversa de la tutela puede dar al traste con el esfuerzo del legislador e imponer la voluntad de la Corte Constitucional, que no se limita a emitir juicio de exequibilidad o inexequibilidad de los actos de que conoce, sino que de hecho dicta normas y emite órdenes perentorias que deben cumplir distintas autoridades. ¿No equivale esto a la usurpación de funciones?
Ya en el siglo XIX un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos se atrevió a sostener que el derecho no es lo que dice el texto de la ley, sino lo que los jueces digan. Y hablando de éstos, ¿quién los controla? ¿ Cuál es el origen de su representación? ¿En qué queda el anhelo de los promotores de la civilización liberal de instaurar gobiernos populares, electivos, representativos, alternativos y responsables, tal como lo proclamaba, por ejemplo, nuestra Constitución de 1863 en su artículo 8o.?
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: agosto 6 de 2021
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