El artículo 214 de la Constitución Política le confiere a la Corte Constitucional la guarda de su integridad y supremacía «en los estrictos y precisos términos» que el mismo artículo detalla.
Sus magistrados, al tomar posesión de sus cargos, juran solemnemente cumplir con lealtad la Constitución y las Leyes de la República, o sea, ante todo este artículo 214, que detalla su competencia. Pero, al tenor de muchos de sus fallos, al parecer lo olvidan o lo desconocen a sabiendas. No sólo incumplen el juramento que han prestado, sino que se zambullen en el Código Penal, que consagra como delitos el prevaricato, el abuso de autoridad, la usurpación de funciones públicas y otras conductas similares.
En parte alguna del artículo en mención queda margen alguno para pensar que la Corte Constitucional puede emitir órdenes específicas para el Congreso, el Presidente u otras autoridades, y muchísimo menos para sustituírlos en sus funciones. La Corte se pronuncia mediante fallos de exequibilidad o inexequibilidad de las disposiciones que son demandables ante ella y de las que están sujetas al control automático de constitucionalidad, así como a través de la revisión de fallos de tutela emitidos por autoridades judiciales. No le está permitido suplir al Congreso ni al Gobierno en lo de sus competencias normativas, ni darles órdenes para que se ocupen de materias sobre las que considere que haya vacíos normativos.
Por supuesto, ni el Congreso ni el Gobierno están obligados a atender esas órdenes espurias y si las invocan dizque para cumplirlas incurren en irregularidades censurables.
Es lo que ha sucedido con el tema de la eutanasia, que un magistrado réprobo introdujo como novedad supuestamente progresista en la jurisprudencia constitucional, y ha derivado en la Resolución 971 del año en curso, expedida por el ministerio de Salud y Protección Social , dizque para hacer efectivo el derecho a morir con dignidad a través de la eutanasia, según lo dispuesto en las sentencias C-239 de 1997, T-970 de 2014 y T-423 de 2017, así como en desarrollo del artículo 19 de la Ley 1751 de 2015.
Según la resolución en comento, la licencia para matar se confiere a comités científicos- interdisciplinarios para el derecho a morir con dignidad a través de la eutanasia, integrados por médicos, abogados y psiquiatras o psicólogos clínicos en las IPS.
Los procedimientos letales que autoricen los comités quedan excluídos del Código Penal. No se consideran ni siquiera homicidios piadosos.
Es difícil conciliar estas iniciativas con la invocación de Dios que obra en el preámbulo y la tajante disposición del artículo 11 de la Constitución Política, que declara que «el derecho a la vida es inviolable». Mal puede justificárselas, además, aduciendo la dignidad intrínseca de la persona humana que consagra ab initio en su preámbulo la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la ONU en 1948.
Si bien nuestra Constitución no consagra una religión oficial, no por ello puede considerársela atea e irreligiosa. Si se la expidió invocando la protección de Dios, fue por y para algo, específicamente con miras a precaver la intrusión de tendencias en boga en el pensamiento político-jurídico de los tiempos que corren que parten de la premisa de la muerte de Dios. Y si Dios está presente en el preámbulo de la Constitución, es para identificar un fundamento supremo de nuestro ordenamiento estatal, un referente metafísico y ético que ponga coto a las extralimitaciones de los gobernantes, que si prescinden de la idea de que deben responder ante nuestro Supremo Hacedor por sus acciones, fácilmente se sentirán inclinados a pensar que para ellos, dado el poder de que gozan, todo es posible.
Sobre la eutanasia caben muchas discusiones que se han suscitado, entre otras cosas, por el modo como se la está aplicando en Bélgica y Holanda, países que la han liderado. Hasta ahora el Derecho Penal la ha encuadrado dentro de la figura del homicidio piadoso, tratándola con cierta laxitud. Pero dar el paso de consagrarla como derecho fundamental emanado de la dignidad intrínseca de la persona humana es un abuso conceptual inadmisible, una perversión de ese principio cardinal de la ética y la juridicidad.
Al igual que muchas nociones que han hecho carrera en el lenguaje corriente, la de dignidad humana ha experimentado una perniciosa devaluación que ignora su raigambre cristiana. Aunque la idea aparece en pensadores de la Antigüedad clásica, fue el cristianismo el que la diseñó con plena nitidez. Así, en los Evangelios, en las Epístolas, en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, en la Escolástica y, en general en el magisterio eclesiástico, sin olvidar textos claves del Antiguo Testamento, la idea de nuestra filiación divina y nuestro destino eterno confiere valor supremo a la persona humana. Kant pretendió desacralizarlo afirmando que mientras todas las cosas tienen precio, el ser humano posee dignidad, dado que aquéllas están sometidas a leyes naturales, mientras que nosotros somos racionales y libres, por lo que podemos identificar y elegir nuestros propios fines. Pero la racionalidad y la libertad son atributos que nos vienen de Dios. Hoy, precisamente, encontré una profunda afirmación del célebre padre Pouget, según la cual la libertad es el poder de llegar a ser todo aquello que debemos ser. El ejercicio digno de nuestra libertad nos conduce hacia Dios; mal puede alejarnos de Él y ponernos en su contra.
Muchos ignoran, y conviene recordárselo, que el reconocimiento de la dignidad intrínseca de los seres humanos que postula la Declaración de la ONU es obra de la influencia del pensamiento católico y en buena medida de Jacques Maritain, según lo evidencia el luminoso ensayo de Mary Ann Glendon que lleva por título «The Influence of Catholic Social Doctrine on Human Rights«.
Los argumentos que se aducen en pro de la eutanasia parten de la base de que los sufrimientos físicos y morales lesionan la dignidad humana. Para garantizarla, habría que ponerles término acudiendo a la muerte, que evidentemente da fin a la existencia terrena, pero nos pone en contacto con un profundo misterio, el del Más-Allá. Los ateos que controlan las Cortes de Justicia y las altas instancias gubernamentales obran como si para nosotros todo finiquitara con la muerte, que nos arrojaría a la nada de donde creen que venimos. Pero, ¿si no fuera así?
Ellos niegan la trascendencia del espíritu humano, ignoran las leyes que determinan su dinamismo. No saben, por consiguiente, que nuestro crecimiento espiritual se nutre del dolor. «No se llega al Cielo sin haber sufrido», decía ese profundo conocedor de la naturaleza humana que fue San Pío de Pietrelcina. El sufrimiento no es sólo condición de la realidad humana, sino el crisol que aquilata nuestra perfección, nos hace mejores y nos eleva hacia las esferas celestes. De ello dan testimonio muchas vidas ejemplares. Mejor dicho, de ello nos dio los mejores ejemplos nuestro Divino Redentor.
Por supuesto que si alguien no quiere seguirlos y opta por apresurar la muerte, retando a Dios, no cabe impedírselo. Pero cosa distinta es afirmar que le asiste un derecho fundamental para que la autoridad pública facilite y hasta estimule que lo maten. Esos comités que prevé la resolución en comento, no serán muy distintos del Comité de Salud Pública que bajo las órdenes del funesto Robespierre ponían en funcionamiento la guillotina.
Se sabe de casos estremecedores de moribundos que reúnen a sus familiares más cercanos para que presencien el momento en que el médico que desafía su juramento hipocrático aplica la inyección letal que lanza a su alma muy probablemente a lo que un tangazo digno de la pluma de Dante denomina «la triste región sombría», en la que quienes entran deben abandonar toda esperanza.
Hay una película canadiense, «Los Nuevos Bárbaros», que ilustra sobre ese macabro festín. Ella lo aprueba, lo celebra, pero el título que se eligió bien le cabe: es la barbarie la que se aproxima con la eclosión de lo que la Iglesia acertadamente ha denunciado como la Cultura de la Muerte.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 28 de 2021