La lealtad no es una virtud, menos una cualidad; es consustancial a la honorabilidad e integridad. En lenguaje coloquial, lealtad es sentir, pensar, decir, obrar y escribir igual, y nunca jamás, distorsionar o adecuar la verdad a la conveniencia coyuntural, y menos, aprovechar la espalda del otro para irrespetar, denigrar, y tratar de destruir o burlar su carácter y personalidad, como tampoco, intrigar para sembrar duda en los demás.
Si de algo se duele el mundo actual, es de la ausencia de lealtad. La deslealtad en que vivimos es proverbial. Se vende lo fundamental por lo temporal y se antepone la envidia, el odio y el resentimiento al reconocimiento de la verdad. Si alguien es aventajado paladín de la deslealtad, es Juan Manuel Santos, pero infortunadamente no son pocos los que se le asemejan.
La reciente declaración de Santos ante la desprestigiada Comisión de la Verdad, lo convierte en confeso de los «falsos positivos» durante los 3 años que ocupó el cargo de Ministro de Defensa. Su grave confesión de suyo merece que se le despoje del Premio Nobel de la Paz, y lo hace acreedor al repudio nacional e internacional.
Con su manera sinuosa, tramposa y solapada, en su declaración de todo habló, pero no afirmó, que el presidente Álvaro Uribe fuera el autor de los «falsos positivos» o que no hubiera estado de acuerdo con el desmonte inmediato de ellos cuando se conocieron, y de haberlo hecho, a estas horas estaría demandado por la más vil, infame y execrable injuria y calumnia.
Muchos se preguntan cuál fue la razón de esta declaración ondulante, contradictoria y extemporánea; la que no es otra, que seguir tratando de crear un manto de dudas sobre el buen nombre del presidente Álvaro Uribe Vélez, del gobierno del presidente Iván Duque y del partido Centro Democrático con el fin de desdibujarlos y enlodarlos, así como para atizar el mal llamado paro nacional que tantas empresas y empleos ha destruido y ahondado la pobreza.
Pero Santos se volvió a equivocar. Sus declaraciones son una confesión de las fechorías cometidas por algunos miembros de las Fuerzas Armadas que el mismo dirigía siendo Ministro de Defensa, lo que amerita que de inmediato se le abra una causa judicial.
Y es que cada día que transcurre desde el fin de su desgobierno, Santos gana mayor rechazo, repudio y condena por su utilitarismo extremo, por su proverbial deslealtad, así como por sus abusos e indelicadezas.
También gana condena por su cobarde docilidad y complacencia con los cabecillas de la banda narco terrorista de las Farc y por su rudeza y agresividad con la inmensa mayoría de colombianos que no estuvieron ni jamás estarán de acuerdo con premiar la villanía y la criminalidad.
Es claro que Santos pervirtió las Cortes y el Congreso, violentó la Constitución, quebrantó la legalidad y legitimó el crimen, la barbarie y el más sanguinario terrorismo.
El tiempo corre, y hoy, el Gobierno Santos es tan solo un referente de frustración y desengaño, y de la más descarada y cínica burla al querer mayoritario de los colombianos.
Es inaceptable, que en ocho años de gobierno y con un Congreso, dócil, obsecuente y empalagado, Santos no hubiera podido sacar adelante una sola reforma estructural, a pesar de la urgencia que de ellas se tenía en materia de salud, educación, justicia, minería y política carcelaria, reformas que hoy son el clamor nacional.
Santos burló la democracia y la voluntad popular de la nación, traicionó a sus electores y entregó sin reparo alguno el mar de San Andrés y la independencia energética del país; originó el más profundo déficit fiscal, produjo grave estancamiento económico, aumentó la corrupción, encareció los impuestos, redujo la inversión en educación y propició que hoy Colombia sea un vergel de coca y una enorme factoría de narcóticos.
Pero peor aún, Santos defraudó la confianza de las naciones donantes que le creyeron a su proceso de paz con impunidad, tal y como lo demuestra lo acaecido con el difunto Santrich e Iván Márquez y otros bandoleros, así como por las espurias actuaciones y decisiones de la mal llamada JEP.
Con no poca razón, la historia recordará a Santos como insuperable traidor e indelicado dilapidador, y, como el artífice de la mayor impunidad de la que se tenga noticia.
Pero al final, sin apremio ni afán y como siempre sucede, el perverso termina siendo víctima de su perversidad, y hoy con sus confesiones, Santos admite, que fue el directo responsable de los falsos positivos por lo que ahora pide perdón.
Santos solo merece desprecio, rechazo y condena. Su perversidad es ilímite.
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*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Litigante. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro. Profesor Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.
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