Es claro que las movilizaciones pacíficas contra la inoportuna y bien fallida reforma tributaria, así como contra los abusos y despropósitos de una clase política en su mayoría inepta, indecorosa y corrupta, se desfiguraron y degradaron en actos de sedición y vandalismo promovidos por Petro y un puñado de instigadores, así como por las FARC, el ELN, FECODE, la desvergonzada JEP, algunas comunidades indígenas desnaturalizadas, invasoras y complacientes con los cultivos ilícitos, al igual que por delincuentes, bandas de narcotraficantes y por la oscura y retardataria izquierda comunista.
Pero al final, y a pesar de tanta villanía, destrucción y barbarie, los colombianos entendieron, que antes que tarde, tendrán que decidir entre defender y fortalecer una democracia débil e imperfecta o abrazar la anarquía y el caos.
De ahí la decisiva importancia que tendrán las elecciones para elegir presidente para el período 2022-2026, en las que, por encima de nuestras inconformidades, quejas y reclamos; por encima de nuestros principios, valores y convicciones; y, por encima de nuestras diferencias y discrepancias cívicas, políticas e ideológicas, tendremos que decidir, entre mantener nuestro perfectible Estado Social de Derecho o acoger el populismo comunista.
El próximo presidente de Colombia, cualquiera que sea, tendrá la obligación de diseñar y realizar una reforma estructural que corrija las profundas desigualdades sociales. Además, deberá ser implacable en la lucha contra la corrupción, solvente en economía, acendrado en administración, efecto a la planeación, obcecado por la educación, paladín del orden y respetuoso de la ley y la justicia, sin cejar en la guerra frontal contra el terrorismo y el narcotráfico, y menos en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
Para acortar el camino hacia el progreso, deberá renunciar al conformismo que depara la evolución previsible de un modelo económico conservador, incapaz de modificar la realidad del mercado y tan solo bueno para atacar los efectos y no el origen de la causa de los problemas.
La meta cimera de su mandato deberá ser la construcción de un nuevo modelo económico audaz y sostenible, capaz de dinamizar la generación de empleo, resolver las necesidades básicas de la población vulnerable, nivelar la salud, universalizar la educación pública y fortalecer la justicia para así poder implantar la paz que asegura la gobernabilidad.
Respetando con celo la iniciativa y la propiedad privada, deberá detener la creciente concentración de la riqueza y mejorar la redistribución de ella; solo así logrará consolidar la democracia y desterrar la demagogia populista que asola la región.
Cerrar la brecha entre pobres y ricos es urgente y no da espera; pero hacerlo otorgando subsidios paternalistas que aumenten el déficit y el endeudamiento, es engañoso y peligroso.
La política fiscal en Colombia es amorfa, repentista e irracional, causa desigualdad, obstruye el crecimiento, desalienta el empleo, castiga el consumo y otorga injustos beneficios a sectores solventes. Para promover inversión, reducir pobreza, aumentar demanda y alentar crecimiento, es prerrequisito abolir todos los impuestos directos e indirectos al empleo y al consumo de bienes básicos y de capital.
De ceder la pandemia, el nuevo presidente tendrá que acometer una reforma fiscal inspirada en equidad, que abone a la abultada deuda social, en la que los impuestos sean proporcionados y progresivos al ingreso y exonerados de ellos la canasta familiar, la salud, la educación, la vivienda, el transporte, los bienes de capital y todos los servicios públicos domiciliarios.
También deberá restituir la competencia en el mercado financiero, racionalizar las tasas de intermediación, acabar los abusivos cobros de los servicios bancarios y detener la escalada de precios concertada por sectores protegidos que abusan de su posición dominante.
Una tarea tan ingente, compleja y exigente, demanda carácter y formidables capacidades, cualidades y virtudes, de ahí la necesidad de elegir un candidato que las aúne y que, en lo posible, su gobierno sea de unidad nacional en el que converjan las mejores y más esclarecidas inteligencias del país.
Para Winston Churchill la diferencia entre un político común y un estadista es que el primero solo piensa en el triunfo electoral, mientras que el segundo, en las futuras generaciones, en la consolidación de la nación y en la sostenibilidad del Estado.
A su vez José Ortega y Gasset afirma, que el «hombre de Estado» debe tener «virtudes magnánimas» y carecer de “vicios perversos y pusilánimes». Según Ortega y Gasset, normalmente el estadista es incomprendido por visionar y planificar a largo plazo, entre tanto, el político es comprendido por decir lo que a corto plazo se quiere oír.
Por su parte Federico de Amberes predica: “Los electores no deben confundir entre un disociador, un político, un intelectual y un estadista. El disociador se ocupa en restar y destruir; El político en figurar y anunciar; El intelectual en señalar y criticar; y, El estadista en prospectar y ejecutar.”
Ya es tiempo de empezar a visualizar candidatos presidenciales poseedores de ciencia, virtud y sabiduría, y con talante de estadistas, que puedan no solo soñar sino diseñar una patria mejor, que tengan capacidad para hacer posible la esperanza de progreso y así desterrar el populismo comunista que nos acecha.
Colombia necesita un Estadista.
Publicado: mayo 17 de 2021
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*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Litigante. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Conjuez. Árbitro. Profesor Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.
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