La protesta social no está configurada en rigor como derecho en la Constitución Política. A ella se refiere el Acuerdo con las Farc en su numeral 2.2.2. diciendo que «La movilización y la protesta pacífica , como formas de acción política, son ejercicios legítimos del derecho a la reunión, a la libre circulación, a la libre expresión, a la libertad de conciencia y a la oposición en una democracia».
El Acuerdo de marras dispone en el mismo numeral que se deben otorgar garantías plenas tanto para la movilización, la protesta y la convivencia pacífica, como para «los derechos de los y las manifestantes (sic) y de los demás ciudadanos y ciudadanas (sic)»… «sin perjuicio del ejercicio de la autoridad legítima del Estado conforme a los estándares internacionales en materia de protección del derecho a la protesta.
Dentro de este concepto, se dispone sobre «Garantías para la aplicación y el respeto de los derechos humanos en general». Se añade que «Las movilizaciones y las protestas, incluyendo los disturbios se tratarán con pleno respeto de los derechos humanos por parte de la autoridad legítima del Estado, garantizando, a la vez, de manera ponderada y proporcional, los derechos de los demás ciudadanos».
Visto lo que precede, se tiene que la movilizacion y la protesta se encuadran dentro de varios derechos: a la reunión, a la libre circulación, a la libre expresión, a la libertad de conciencia y a la oposición, cada uno de los cuales ostenta su propio contenido y es susceptible de regulaciones diversas por parte de la Constitución y la Ley.
De entrada se observa que la huelga no hace parte de dicho conjunto de derechos, pues está sujeta a su propia nomatividad constitucional y legal. Los llamados paros, entendidos como suspensión forzada de actividades, tampoco están comprendidos dentro de la movilización y la protesta, salvo que se circunscriban a actividades netamente privadas de los que pretendan manifestarse. Por consiguiente, no caben ahí los bloqueos de vías ni de poblaciones, como tampoco que se impida la prestación de servicios públicos ni la ejecución de actividades productivas.
Se hace hincapié en que la movilización y la protesta deben ser pacíficas, vale decir, no violentas. Por consiguiente, si sus promotores y partícipes toleran y hasta fomentan la acción de vándalos en sus manifestaciones, por definición ya dejan de ser pacíficas y mal pueden gozar de las garantías previstas en el Acuerdo.
Éste insiste en que hay que garantizar tanto los derechos de los interesados en la movilización y la protesta, como los de terceros,»de manera ponderada y proporcional». Por consiguiente, queda claro que la protesta y la movilización no son materia de derechos absolutos y ni siquiera de mayor jerarquía que los derechos de terceros, que son muy variados, tales como el libre acceso al uso público de los bienes de esta categoría, la movilidad, la seguridad personal, la propiedad privada, la libre empresa, el trabajo, etc.
Ello significa que de suyo la movilización y la protesta son susceptibles de acotaciones espacio-temporales, pues hacerlas indefinidas conlleva necesariamente el sacrificio injustificado de derechos fundamentales de terceros.
La autoridad debe garantizar, pues, tales derechos, pero le toca velar para que no se abuse de los mismos ni su ejercicio sirva de pretexto para vulnerar a quienes no participen de ellos.
¿Cómo puede obrar la autoridad en estos casos?
Hay, desde luego, respuestas inmediatas, consistentes en hacer uso de la fuerza legítima para impedir los desbordamientos e impedir o superar el agravio a sus víctimas.
El Acuerdo habla de someterla a los estándares internacionales en materia de protección del derecho a la protesta, así como del respeto de los derechos humanos de quienes lo ejerzan.
Se ha interpretado esto como una severa restricción al uso no sólo de armas de fuego para hacer efectiva la contención de los violentos, sino incluso la de otros artilugios contundentes que puedan impactarlos físicamente. Se olvida que lo que es materia de protección es el ejercicio pacífico de la movilización y la protesta, no sus derivaciones violentas. También se olvida algo en lo que ha puesto énfasis el expresidente Uribe Vélez, a saber: la legítima defensa de los agentes de la fuerza pública y, por extensión, la de los terceros amenazados o vulnerados por la acción antijurídica de los vándalos.
Ya no recuerdo cuál de mis profesores de Derecho mencionaba este sapientísimo dicho, cuya autoría en alguna parte vi que se adjudicaba a Pascal, pero no he podido confirmarla: «La fuerza, sin el Derecho, es la arbitrariedad; pero el Derecho sin la fuerza es la irrisión». Muy a menudo se los repetí a mis discípulos.
La autoridad legítima debe obrar de acuerdo con la normatividad, pues tal es la esencia del Estado de Derecho. No obstante, a ella le corresponde, como bien tenido se tiene en el pensamiento político-jurídico, el ejercicio del monopolio de la fuerza dentro de la sociedad.
Contra ese monopolio atentan los vándalos y quienes los azuzan para subvertir el orden social.
Tarea de la Policía es garantizarlo. Pero si de hecho sus poderes normales son insuficientes, el artículo 217 de la Constitución Política dispone la actuación de las Fuerzas Militares, con la finalidad primordial de proteger el orden constitucional.
Y, en último término, si se presenta el caso de grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana, y que no pueda ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades de Policía, el artículo 213 de la Constitución Política faculta al Presidente para declarar el estado de conmoción interior.
Si bien el Acuerdo con las Farc privilegia el diálogo como respuesta a las demandas de quienes se movilizan y protestan, ello supone el ejercicio pacífico de estos derechos. Pero si el abuso de los mismos, tal como está sucediendo ahora, se convierte en herramienta revolucionaria conducente a la vulneración de derechos fundamentales de los habitantes del territorio nacional y el deterioro generalizado del orden público, el Presidente no puede hacer caso omiso de los deberes constitucionales que juró cumplir al tomar posesión de su cargo.
Se ha dicho con sobra de razones que quienes están abusando de estos derechos deben responder penal y patrimonialmente por los destrozos que se han producido en varias jornadas de desorden que amenazan con hacerse interminables. Es tema que amerita consideraciones adicionales sobre las que por lo pronto no deseo ocuparme todavía. Más adelante lo haré, Deo volente.
Jesús Vallejo Mejía
Mayo 11 de 2021
4.5