Las escenas violentas que se registraron en Bogotá con ocasión del denominado ‘Día Internacional de la mujer’, donde un nutrido grupo de desadaptadas vandalizaron al sistema de transporte masivo y atacaron ferozmente a la tradicional Iglesia de San Francisco, no sin antes saquear almacenes del centro de la ciudad, son evidencia adicional del nivel de descomposición moral del socialcomunismo que, alentado por dirigentes como Gustavo Petro, se ha trazado el objetivo de llenar de pánico a la sociedad.
La estrategia no es nueva. Fue inventada hace más de un siglo por Lenin y dio resultado. Eso mismo hicieron los bolcheviques que repetían consignas como “la violencia es la verdad de la política” y “la guerra es la paz”.
De eso se trata: atemorizar a las gentes de bien, a los ciudadanos pacíficos. Amedrentar a todo el que no comparta sus ideas, perseguir, encarcelar o desterrar a quienes caigan dentro de la denominación de “enemigo de clase”.
El fenómeno se ha repetido en distintos países. Chile, hace un año. En España, los seguidores de los comunistas de ‘Unidas Podemos’, o los separatistas catalanes. En Francia, los individuos del ‘movimiento de los chalecos amarillos’. En fin. Los ejemplos abundan. Son los acertadamente bautizados como los indignaditos que, cobijados por una supuesta exclusión, dan rienda suelta a la barbarie.
Es preocupante la actitud observada por la policía durante los actos de ferocidad emprendidos por las vándalas que procuraron quemar el centro de Bogotá. Es cierto que la protesta pacífica goza de protección constitucional. Pero lo ocurrido en la capital de la República está en las antípodas de una marcha tranquila. Aquello fue una verdadera y a todas luces reprochable acción de intrepidez que puso en entredicho la seguridad ciudadana.
Mientras las antisociales trataban de incendiar un lugar sagrado que goza de protección internacional, la policía observaba como si fuera un testigo ático. La iglesia de San Francisco, una de las más bellas y emblemáticas del país, fue construida a mediados del siglo XVI y, además de ser un sitio sagrado para quienes profesan la fe católica, es un monumento y un patrimonio invaluable de Colombia.
Este espantoso episodio debe tener consecuencias penales y políticas. Sanciones ejemplarizantes a las personas que promovieron e incitaron el acto; también a las licenciosas que procuraron la conflagración. Por su parte, la alcaldesa de Bogotá tiene que poner la cara y asumir las consecuencias. ¿Cómo así que una horda de juerguistas, ciegas de la ira y sin capacidad de controlar su espíritu criminal pueden atentar contra la capital, desatando incendios, rompiendo vitrinas comerciales, destrozando el transporte público y sembrando horror entre los ciudadanos, sin que la alcaldesa haya movido un dedo para evitarlo?
Las vergonzosas escenas, obligan a hacer un frustrante comparativo con la España de la guerra civil, cuando los miembros del bando republicano quemaban iglesias y asesinaban sacerdotes. Si no se imponen correctivos drásticos, eso mismo terminará sucediendo en Colombia en un plazo no muy largo.
Publicado: marzo 11 de 2021
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