Esta semana se conmemoró el decimotercer aniversario de una de las operaciones militares más importantes de la historia de Colombia en materia de lucha contra el terrorismo: Fénix.
Nuestras tropas ubicaron, gracias a la colaboración de un par de informantes, el lugar exacto en el que se encontraba escondido el jefe de las Farc, alias Raúl Reyes.
Para huir de la implacable Seguridad Democrática, quien fungía como “canciller” de las Farc se refugió en la selva ecuatoriana, a poco menos de dos kilómetros de la frontera con Colombia, en la provincia de Sucumbíos. El régimen de Rafael Correa fue complaciente y volteó la mirada. Desde el vecino país, Reyes planificaba acciones terroristas con total impunidad.
En la madrugada del 1 de marzo de 2008, aviones de la Fuerza Aérea bombardearon el campamento de Reyes. Minutos después, tropas del Ejército llegaron al lugar donde fueron abatidos 22 facinerosos. En el lugar se encontraba una activista de la extrema izquierda de México llamada Lucía Morett Álvarez quien sobrevivió al ataque de la Fuerza Pública y hoy es buscada por INTERPOL, organismo que la cataloga como persona peligrosa.
En la acción, el soldado profesional Carlos Hernández fue brutalmente asesinado por los antisociales. Paz en su tumba y, como en su momento expresó el presidente Álvaro Uribe, él es “un héroe de la Patria que merece la gratitud de las presentes y de las futuras generaciones”.
Los hechos que siguieron a la operación Fénix son ampliamente conocidos. En el cambuche de Reyes fueron incautados computadores y discos duros que tenían información suficiente para poner en evidencia la red de apoyo a las Farc.
Dichos aparatos electrónicos fueron oportunamente analizados y certificados por INTERPOL. Su contenido era auténtico y, en consecuencia, servía como prueba judicial.
No obstante, la corte suprema y la fiscalía de la época -en cabeza de Mario Iguarán Arana- impulsaron una tesis tramposa que sostenía que los equipos no habían sido sometidos a cadena de custodia, razón por la que ninguno de los compinches de la guerrilla, empezando por la exsenadora Piedad Córdoba -alias Teodora Bolívar- fue sancionado penalmente.
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Colombia ha cambiado mucho -y para mal- desde la operación Fénix. Terminó el gobierno de Uribe, llegó Santos quien sirvió como sepulturero de la Seguridad Democrática, el Estado cesó su deber de enfrentar al terrorismo y al narcotráfico. Los cultivos ilícitos crecieron exponencialmente, como lo confirmó recientemente un informe del periódico británico Financial Times.
Las Fuerzas Militares fueron maltratadas durante los diálogos de La Habana. Los soldados y policías, equiparados con los terroristas de las Farc, como si se tratara de estructuras armadas simétricas. La narrativa del socialcomunismo se abrió paso y, a la fuerza, se reescribió la historia de nuestro país.
La gloria con que estaba recubierto el Ejército fue reemplazada por un costal cargado de ignominia. Los bandidos, esos mismos que en justicia deberían estar en una cárcel respondiendo por las atrocidades cometidas, fueron entronizados –por 12 años- en curules en el Congreso de la República, mientras nuestros uniformados son sometidos al vilipendio.
En un abrir y cerrar de ojos, los malos fueron convertidos en lumbreras de una sociedad entristecida, burlada e irrespetada por el gobierno de Santos que desconoció alevosamente el resultado de un plebiscito en el que la mayoría votó en contra del malhadado “mejor acuerdo posible”.
Los Estados democráticos enfrentan con denuedo a los delincuentes. El presidente Uribe así lo entendió y por eso cumplió cabalmente con su deber. Santos, en cambio, rindió al país. Lo puso de rodillas, lo humilló ante el terrorismo y el narcotráfico para abonar el inmundo terreno en el que germinó su Nobel de Paz.
Bueno es conmemorar las antiguas glorias para al menos tener la satisfacción de que Colombia, no hace mucho tiempo, sí quiso y sí pudo hacerle frente al desafío terrorista.
Publicado: marzo 2 de 2021
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