Era una fría y soleada mañana de enero en la capital de la nación. El presidente había dormido sus habituales cinco horas, desayunado viendo la televisión y leído en diagonal el discurso flamígero que le había escrito uno de sus asesores en la sombra.
-Hoy voy a pronunciar el discurso más importante de mi vida -pensó.
No se lo dijo a su esposa de origen centroeuropeo porque ella aún dormía, mientras su hijo adolescente se alistaba a regañadientes para salir al colegio.
Poco después, una multitud convocada por el presidente, llegada desde todas partes del país, comenzó a reunirse frente a la Casa Blanca. Casi todos eran hombres de mediana edad, blancos, con barba, vestidos con ropa de camuflaje, armados, como si fueran a una guerra. Llevaban pancartas, gorras, banderas, camisetas y toda suerte de indumentaria alusiva al presidente de la nación, a quien glorificaban como si fuera el líder mesiánico de un culto religioso, y en cuya palabra creían a ciegas. Había pocas mujeres confundidas entre la multitud, acaso porque los hombres barbudos en pie de guerra pertenecían a una organización llamada “Muchachos Orgullosos” que era declaradamente misógina y proclamaba que las mujeres debían quedarse en casa, cocinando, cumpliendo las faenas domésticas. El espíritu de la muchedumbre era combativo, pugnaz, belicoso. Estaban preparados para combatir. Querían combatir. Necesitaban combatir para dar un sentido a sus vidas.
-¡Nos han robado la elección! -rugió el presidente, leyendo el discurso aquella mañana de enero, frente a la Casa Blanca-. ¡Nos han hecho un fraude! ¡Ha sido la elección más tramposa en la historia de este país!
Sus fanáticos en pie de guerra estallaron en cánticos virulentos, persuadidos de que el presidente era víctima de una conspiración de la extrema izquierda y por tanto había que tomar el poder para salvarlo.
-¡El Congreso tiene que corregir el fraude y declararme ganador! -continuó bramando el presidente-. ¡Todo está en manos del Congreso! ¡Mi vicepresidente tiene la potestad de anular la elección tramposa y darme la victoria!
Había millares de jóvenes dispuestos a ir a la guerra por el presidente, su presidente, el caudillo, el iluminado, el guía moral de la nación, la voz divina que había descendido para castigar a los impíos, a los marrones, a los comunistas, a los sospechosos de ser comunistas. ¿De dónde habían venido esos muchachos iracundos? ¿A qué se dedicaban? ¿Con qué dinero habían pagado el viaje y la estadía en la capital de la nación? ¿Qué delirios y alucinaciones los agitaban? ¿Pensaban que el presidente golpista debía quedarse en el poder no solo cuatro años más, sino todo el tiempo que fuera necesario para salvar al país de la invasión de los impíos, los marrones y los comunistas? Una cosa era cierta: aquellos jóvenes parecían dispuestos a morir por su presidente.
-¡Marchen al Congreso e impidan que se consume el fraude! -tronó el presidente-. ¡No nos rendiremos! ¡Lucharemos hasta el final! ¡No concederemos nunca! ¡Nos han robado el triunfo! ¡Hemos ganado por un aluvión de votos! ¡Marchen patrióticamente al Congreso y hagan lo que sea necesario para que no certifiquen el fraude!
Arengada por su líder máximo, espoleada por esas palabras incendiarias, provista de munición verbal para ir a la guerra, aquella tropa de fanáticos revoltosos se dirigió caminando a la sede del Congreso, no muy lejos de la Casa Blanca, pasado el mediodía.
Avisada de que el ejército mercenario del presidente se dirigía al Congreso con la explícita misión de interrumpir la sesión que proclamaría presidente de la república al candidato opositor, la policía del Capitolio, un puñado de hombres vestidos de azul que no parecían preparados para tamaña conflagración, se alistó para resistir.
De regreso en su despacho, el presidente hizo una llamada telefónica y le dijo al jefe de la policía de la ciudad:
-¡Le ordeno que no repriman a los manifestantes en el Capitolio! ¡Mi orden es que la policía no dispare un solo tiro y no arreste a nadie! ¿He sido claro? ¿Me ha entendido?
-Sí, señor presidente -dijo el jefe de la policía, aterrado, la voz trémula.
-Si mis partidarios, que son soldados de la libertad, que son grandes patriotas, que están arriesgando sus vidas para impedir que este país caiga en manos del socialismo, quieren entrar al Congreso, ¡le ordeno que no los repriman y los dejen pasar! ¿Me ha escuchado? ¿He sido claro?
-Sí, señor presidente.
Poco después, el jefe de la policía local habló con el atribulado oficial al mando de la gendarmería del Congreso y le comunicó que había órdenes superiores de no reprimir, no disparar, no arrestar a nadie.
Por eso, cuando los millares de fanáticos armados del presidente se congregaron frente al Capitolio, la policía hizo un esfuerzo apenas simbólico para disuadirlos o dispersarlos o neutralizarlos. Por eso, cuando esa tropa de matones comenzó a insultar a viva voz a los agentes policiales, y a empujarlos y agredirlos, los uniformados no vacilaron en retroceder, romper filas y dejarlos pasar.
En cuestión de minutos, sin una sola bala disparada, centenares de energúmenos y desquiciados, el ejército irregular del presidente golpista, rompieron las puertas y los vidrios del Capitolio y entraron gritando proclamas y vítores a su líder máximo, al tiempo que bramaban improperios, amenazas e invectivas contra los congresistas del partido opositor y el presidente electo de la nación. De pronto, el Congreso, por primera vez en dos siglos, se vio invadido por una tropa de bribones, canallas, facinerosos y mercenarios, dispuestos a romperlo todo, destruirlo todo, saquearlo todo en nombre del honor mancillado de su líder máximo.
La policía retrocedió y se escondió. El vicepresidente de la nación fue escoltado a un lugar seguro. Los senadores y representantes se agazaparon en sus despachos, temerosos de ser ajusticiados por la multitud enardecida. Algunos hicieron llamadas desesperadas a su familia, despidiéndose por las dudas.
La revolución de los matones había capturado el Congreso de la nación e impedido que se declarase ganador de los comicios presidenciales al jefe del partido opositor. La revolución de los matones había cumplido la misión que le había encomendado el presidente aquella mañana, en las afueras de la Casa Blanca.
Informado el presidente de que su tropa vengativa había invadido el Capitolio y estaba destruyendo el mobiliario y robando recuerdos y haciéndose retratos, alertado de que su ejército mercenario podía matar a los senadores y representantes escondidos en sus oficinas, preguntado si debía enviarse de inmediato a un comando de operaciones especiales para recuperar el control del Congreso y salvar las vidas de los parlamentarios, el presidente de la nación no vaciló en responder a gritos:
-¡Mi orden es que nadie agreda a mis partidarios! ¡Son grandes patriotas! ¡Están haciendo lo correcto! ¡Están luchando para evitar el fraude, para salvar nuestra democracia! ¡Nadie debe atacarlos, nadie debe dispararles, nadie debe arrestarlos! ¡Exijo máximo respeto a todos estos soldados de la libertad! ¡Es una revolución pacífica y patriota!
Sin embargo, había ya una mujer malherida, de un balazo en el cuello, que no tardaría en expirar. Había servido en las fuerzas militares, viajado desde San Diego para estar con los conjurados aquella mañana e invadido el Congreso en la primera línea de batalla, cumpliendo las órdenes de su jefe, el presidente golpista de la nación. Al tratar de derribar una de las últimas barricadas custodiadas por la diezmada policía congresal, la mujer recibió un balazo, cayó de espaldas y murió poco después.
Lisonjeado por sus familiares y asesores más cercanos, el presidente, desde la Casa Blanca, se jactaba de su poder de convocatoria, alardeaba de su influencia en aquel ejército irregular, dispuesto a morir por él:
-¡Están furiosos porque sienten que les han robado sus votos, su futuro, su país! ¡Están furiosos porque saben que nos han hecho una trampa criminal, que los hemos pillado y ahora quiere hacer justicia! ¡Lo que están haciendo es una revolución pacífica para salvar la democracia de este gran país! ¡Son verdaderos patriotas que odian al socialismo!
Mientras tanto, el mundo entero atestiguaba, consternado, con estupor, que la nación más poderosa del planeta se había convertido de pronto en una república bananera, donde un ejército de matones comandado por un presidente golpista rompía el imperio de la ley y se disponía a capturar el poder a saco, a las bravas. En casi doscientos cincuenta años de existencia, la invicta democracia de ese gran país, nunca quebrantada por una sedición o un motín o un alzamiento de felones, se encontraba ahora amenazada de muerte: en el corazón del Congreso, el ejército de matones tomaba posesión, y algunos se turnaban para sentarse en el sillón del presidente del Senado, mientras otros rompían atriles y micrófonos para llevárselos como botines rapiñados en aquella guerra improbable.
Pasadas las cuatro de la tarde, dichoso de que sus fanáticos hubiesen cumplido la misión encomendada, el presidente grabó un escueto mensaje de felicitación, en el habitual tono altanero:
-¡Estoy orgulloso de ustedes! ¡Los amo! Pero ya es hora de volver a casa. Y recuerden: ¡Nosotros somos el partido de la ley y el orden!
Ya era tarde, sin embargo. Había por lo menos cuatro personas gravemente heridas, en vías de morir: una fanática del presidente, pisoteada por la multitud; dos insurrectos pistoleros, víctimas de ataques al corazón; y un agente policial, masacrado por los golpistas con un extinguidor para apagar incendios. El Congreso había sido invadido, capturado, sometido al imperio díscolo de los matones. La democracia había quedado en coma durante unas horas. El presidente felón había ejecutado un golpe para alterar el resultado de las elecciones, burlar la voluntad de la mayoría y perpetuarse en el poder. El prestigio de la nación había quedado desdorado, manchado.
Al final de la tarde, reunido con su mejor amigo y confidente, el ex alcalde de Nueva York, el presidente dijo:
-Hemos hecho historia. El pueblo ha hablado. La gente está furiosa y no va a dejar que le roben su país.
-Todavía tenemos dos semanas para que triunfe la revolución -lo secundó su amigo y confidente, antaño nimbado por la aureola de los héroes, ahora reducido al triste papel de adulón y conspirador.
-¿Qué podemos hacer para que el Congreso nos dé el triunfo? -preguntó el presidente.
-Hay que hablar con el vicepresidente -sugirió el ex héroe-. Llámalo ahora mismo. Se debe haber orinado los pantalones de miedo. Ordénale que anule el fraude y te dé la victoria.
El presidente llamó deprisa a su vicepresidente y le preguntó:
-¿Qué vas a hacer?
-Vamos a reanudar la sesión esta noche, señor presidente.
-¿Vas a cumplir la orden que te he dado? ¿Vas a declarar nulo el resultado de la elección?
-Todavía no he tomado una decisión, señor presidente.
-¿Cómo que todavía no sabes? ¡No seas cobarde, no seas estúpido! ¡Eres mi vicepresidente y debes hacer lo que yo te ordeno! ¡Te ordeno que invalides la elección!
-Comprendo, señor presidente.
-¿Me vas a obedecer? Porque si no me obedeces, vas a ser un cómplice del fraude, vas a cometer un crimen, ¡y voy a ordenar que te metan preso esta misma noche, maldita sea!
-Comprendo, señor presidente. Deme unos minutos para pensarlo, le ruego.
-¡No se te ocurra desobedecerme, maldita sea! -gritó el presidente y cortó la llamada.
Aterrado, temblando, el vicepresidente pensó:
-Si quiero ser presidente en cuatro años, este es el momento de romper con el loco y hacer lo que me dicta la conciencia. No voy a obedecerle. Voy a respetar el resultado de las elecciones. Que se joda el presidente. Yo no me hundiré con él.
Publicado: enero 11 de 2020
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