Hace algunos días leí que en 2020 el aborto fue la principal causa de muerte en el mundo (vid. El aborto es la principal causa de muerte en el mundo). Según la información, hubo el año pasado 42,7 millones de abortos, cifra que excede de modo impresionante las demás causas de muerte.
Me pareció oportuno dar a conocer esta información a través de Facebook, pero esta red social la censuró manifestando que resultaba ofensiva para otros de sus usuarios.
Lo mismo me sucedió cuando traté de divulgar un artículo sobre un presunto milagro eucarístico que se produjo en Tumaco el 31 de enero de 1906 (vid. El milagro eucarístico).
Cabe preguntar, ante todo, acerca de los motivos para que estas informaciones que se refieren a hechos puedan resultar ofensivas para ciertos usuarios de la red social y si cada uno de ellos, incluido el que esto escribe, está legitimado para vetar lo que otros quieran divulgar, logrando así que Facebook ejerza una censura que contraría los propósitos de intercambio de informaciones y opiniones que inspiraron su fundación.
La mordaza que pretende imponer Facebook respecto de lo que a su juicio se desvía de la corrección ideológica que pretende imponerse en la hora actual, constituye indicio de que, efectivamente, hay un propósito denodado de condicionar las mentalidades en torno de concepciones supuestamente progresistas que excluyen sobre todo la religiosidad cristiana y, específicamente, la católica.
Ser católico hoy entraña mucho coraje, como lo señaló hace algunos años George Weizel en un libro que lleva precisamente por título «El Coraje de Ser Católico«. Y comoquiera que los promotores del aborto sostienen que su condena se basa en consideraciones religiosas que no son de recibo en el escenario de la razón pública, la defensa de la vida frente al dogma de la libre elección se estima ofensiva para con estos últimos.
De nada vale que se les diga que nuestra civilización se funda en cimientos religiosos aportados por el judeocristianismo, ni que, como lo ha observado Paul Ricoeur, toda civilización se edifica con la mirada puesta hacia lo alto, es decir, unos valores supremos y, por lo mismo, sagrados.
Pero la cuestión del aborto no toca sólo con el valor supremo de la vida humana.
Para entender su complejidad hay que preguntarse qué se aborta, cómo se aborta, por qué y para qué se aborta, cuáles son las consecuencias individuales del aborto y cuáles las colectivas. El asunto no es tan simple que pueda reducírselo tan sólo a un problema de salud pública o de derechos reproductivos.
¿Qué se aborta? Nada menos que un ser humano en formación. El feto no es un mero agregado de células, como si se tratase de un tumor. Desde el momento de la concepción, lo que de ésta resulta posee su propio ADN y su propio dinamismo. A partir de su implantación en el útero, determina cambios sustanciales en el funcionamiento del organismo de la mujer. Para las feministas a ultranza, como la impía y perversa Simone de Beauvoir, es un invasor al que es pertinente desalojar. Pero, en realidad, es el continuador de la vida humana. Negarle derecho a la existencia significa, ni más ni menos, desconocer el supremo valor de la vida en aras de consideraciones subalternas. Y autorizar a la mujer a destruirlo es, a no dudarlo, la exaltación del más grosero individualismo. Éste, llevado al extremo, es una monstruosidad.
¿Cómo se aborta? En «El Grito Silencioso«, el Dr. Bernard Nathanson muestra cuán atroces son los procedimientos abortistas. Él, a quién en en su momento se lo llamaba «el rey del aborto», cuando vio las imágenes de las criaturas que en el vientre materno sufrían el rigor de los procedimientos para llevarlo a cabo, se horrorizó. Sufrió una crisis de conciencia que determinó su adhesión al movimiento Pro-Vida y su conversión a la fe católica.
¿Por qué se aborta? Puede haber muchas motivaciones individuales que lleven a la mujer a hacerlo, desde unas enteramente frívolas hasta otras que entrañan dramas intensos que suscitan compasión. Pero hay que preguntarse si esos dramas, que pueden ser muy dolorosos, justifican la destrucción de la criatura que germina en su seno.
¿Para qué se aborta? Se supone que la mujer que acude a los abortorios busca algún alivio, comenzando con el físico que la priva de la carga de la gestación, más el anímico que la libera de la responsabilidad de velar por la criatura por venir. O sea que el aborto niega el valor de la maternidad, lo que en otros contextos se asocia con la dignidad superlativa que enaltece a la mujer. Allí hay, entonces, una inquietante inversión de valores.
Pero, ¿cuáles son los efectos que produce el aborto en la mujer? Hay unas que se jactan a voz en cuello de los abortos a que se han sometido, como si se tratase de operaciones de cirugía estética. Muchas otras, por el contrario, padecen el síndrome post-aborto, que puede llegar a afectarlas severamente por el resto de sus vidas. Como alguien ha observado, la mujer que aborta no deja de ser madre y sigue siéndolo, pero de una criatura sacrificada en su vientre.
Las consecuencias sociales del aborto están a la vista. Sus promotores tratan de imponerlo como un medio de limitar el crecimiento de la población humana e incluso de reducir su tamaño. Ligado a otras políticas anticonceptivas, viene lográndolo, pero al costo del invierno demográfico. Éste entraña modificaciones sustanciales y muy graves en la pirámide demográfica. La consecuencia principal es el envejecimiento de la población, que acarrea severos perjuicios colectivos, tal como puede apreciarse en Europa occidental, en China, en Cuba, en la propia Rusia e incluso en las Estados Unidos.
Para apreciar mejor las dimensiones del asunto, baste considerar que desde que se dio vía libre al aborto en los Estados Unidos en 1973, más de 60.000.000 de criaturas han sido aniquiladas; Rusia ha perdido más vidas por el aborto que las 20.000.000 que le costó la invasión de los nazis; Cuba, que hoy cuenta con algo más 11.000.000 de habitantes, padece unos 100.000 abortos anuales. La suya es una población que no crece y cada vez está más agobiada por la penuria.
Recuerdo que hace medio siglo, más o menos, Raymond Aron, que se decía no creyente, manifestó en un reportaje para L’Express: «La civilización occidental marcha hacia su destrucción: ya quiera aceptar el aborto». Hoy no se limita a aceptarlo, pues quiere imponerlo a toda costa. Por eso, Putin, que es consciente del drama demográfico que el comunismo le dejó como legado a su país, sostiene que es una civilización que quiere suicidarse.
Dejo para otra oportunidad mi comentario sobre la censura que se me impuso por tratar de divulgar a través de Facebook la información sobre el supuesto milagro eucarístico de Tumaco. Es posible discutir si hubo ahí, en efecto, un auténtico milagro, pero el hecho mismo invita a la reflexión.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: enero 15 de 2021