En vísperas de abandonar el mando, Donald Trump consagró un día a la santidad de la vida humana, marcando así un nítido contraste con la dupla Biden-Harris que, a no dudarlo, retornará a la cultura de la muerte que dominó durante el gobierno de Obama-Biden.
Trump trató de reversar el ímpetu abortista que ha dado lugar a que el sitio más peligroso para una criatura sea el vientre materno. Ese ímpetu vuelve con Kamala Harris, que como fiscal en California se ensañó contra los promotores de la causa de la vida. Sus credenciales la exhiben como una activista de los programas de la extrema izquierda demócrata.
Pero, Biden, de hecho, no está muy lejos de ella. Su fe católica está en veremos, tal como lo muestra Austin Ruse en escrito que hoy publica Crisis Magazine. Citando a John O’Sullivan, Ruse afirma que la religiosidad de Biden se inscribe dentro de «una extraña mezcla sincrética de paganismo, polidiversidad sexual y cientificismo», difícilmente compatible con el credo que dice profesar. Biden acompañó a Obama en su promoción de la revolución sexual en Estados Unidos, que trajo consigo en la práctica una taimada persecución religiosa.
Así hubiera llamado a la unidad nacional en su discurso de posesión, Biden no puede ignorar que en la sociedad norteamericana obra una gravísima fractura moral que se pone de manifiesto en la confrontación Pro Life vs. Pro Choice, es decir, entre los que proclaman con Trump la santidad de la vida humana y los promotores de la cultura de la muerte, que ahora gobernarán con la dupla Biden-Harris.
Esa cultura de la muerte se adorna con fórmulas piadosas. Comienza convenciéndonos de que el aborto y la eutanasia constituyen soluciones justas para ciertas situaciones extremas. Pero, una vez sentados estos precedentes, se pasa a extenderlas ad libitum hasta el punto de generalizarlas, considerando que el aborto es un derecho fundamental de la mujer hasta los nueve meses de gestación y la eutanasia es otro derecho, también fundamental, para todo aquél que piensa que su vida carece de sentido.
Peter Singer, profesor de Ética en Princeton, ha llegado a sostener que si la dignidad de la persona humana se funda en su racionalidad, los individuos que no han llegado al uso de razón o la han perdido no están legitimados para vivir y carecen, por consiguiente, del derecho a la vida.
Hay un libro muy inquietante que creo haber citado en otras oportunidades: «Auschwitz, ¿ comienza el siglo XXI? Hitler como precursor», del periodista alemán Carl Amery (Turner-FCE, Madrid-México, 1998). Amery compara los planteamientos de «Mi Lucha» con los postulados del NOM que pretende imponerse en los tiempos que corren y encuentra alarmantes similitudes con el pensamiento políticamente correcto que impera en las sociedades actuales. Su lectura bien podría complementarse con la del tenebroso «Informe Kissinger«.
Repasando una notas inéditas e inconclusas de un curso de Filosofía del Derecho que dicté hace años en la Facultad de Derecho de la UPB encontré una mención de Anaxágoras, eximio filósofo pre-socrático, quien se preguntaba si es preferible no haber nacido. Su respuesta es contundente: quien llega a la vida está llamado a la contemplación de las verdades eternas.
El mundo de hoy está perdiendo la fe en nuestro destino post-mórtem. La idea más difundida parece ser que venimos de la nada y a ella volvemos. Entonces ¿para qué nacer? ¿para qué sufrir? ¿para qué traer nuevos seres humanos al mundo?
Otro aspecto del programa Biden-Harris atañe a la Revolución Sexual. Es tema que he tratado en otros escritos, pero hay que volver sobre el mismo, pues implica un atroz desafío a las leyes de la naturaleza y, por consiguiente, a las de Dios. La idea de emancipación humana que trata de imponerse está muy lejos de la de libertad que está en el centro del pensamiento cristiano. Y se aspira a imponerla sin contemplaciones.
El título de este escrito lo he tomado de un diálogo entre Arnold J. Toynbee, el célebre historiador británico, y Daisaku Ikeda, un distinguido filósofo japonés.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: enero 26 de 2021
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