El candidato presidencial, de paso por Miami, le escribe un correo electrónico a Barclays, diciéndole que le gustaría verlo. Sería un error suponer que echa de menos a Barclays o desea verlo en privado: lo que quiere es que Barclays lo entreviste en su programa de televisión, un espacio que se ve en los Estados Unidos y varios países de Latinoamérica. Por eso le dice:
-Estoy a tu disposición.
Barclays entrevistó al candidato el año pasado y considera que es un político honorable, estimable. Podría entrevistarlo nuevamente, cómo no, pero se apresura en responderle por correo:
-No estoy haciendo entrevistas. Dejé de hacerlas en marzo, cuando llegó el coronavirus. Mil disculpas.
Ahora Barclays habla solo, presentando las noticias, comentándolas con mala leche, sazonándolas con moderadas dosis de vitriolo y acritud, la hora entera que dura su programa. Como es un charlatán, está encantado de hacer el programa solo, sin invitados, sin entrevistas.
El candidato le propone entonces:
-Tomemos un café. Quiero contarte los últimos chismes políticos.
Barclays medita su respuesta. Tiene miedo de contagiarse del coronavirus. El candidato ha llegado en un vuelo largo. Además, es un político, suele estar rodeado de gente. Barclays piensa: El candidato puede tener el virus y no saberlo; si tomo un café con él, podría contagiarme, podría matarme, un café irresponsable podría costarme la vida; por otra parte, qué ganas de saber los últimos chismes políticos.
Para ganar tiempo, Barclays le escribe al candidato:
-No puedo verte de lunes a viernes porque tengo el programa y no me queda tiempo libre. Tratemos de vernos el fin de semana con nuestras esposas, si les viene bien.
Barclays miente. Miente a sabiendas. De lunes a viernes le queda abundante tiempo libre: duerme todas las mañanas y escribe todas las tardes y sale al canal de televisión cuando ya ha oscurecido. No está dispuesto a negociar sus mañanas ni sus tardes: es tiempo libre pero sagrado y lo invierte o dilapida durmiendo y escribiendo.
Llegado el viernes, el candidato insiste en verse con sus respectivas esposas y su hijo, un científico que vive en Cambridge y enseña en Harvard. Seríamos cinco, escribe. Ustedes elijan el restaurante y la hora y allí estaremos. Barclays delibera con su esposa. ¿Tienes ganas de verlos? ¿Sería muy irresponsable cenar con ellos? ¿Nos arriesgamos?
No es una decisión fácil: desde que llegó la pandemia en marzo, Barclays y su esposa han salido a cenar juntos los fines de semana, pero ni una sola vez con amigos ni parientes, al punto que cuando ha llegado de visita la hija de Barclays, se han reunido en casa de este, pero todos con mascarillas. Sería entonces la primera cena social, con amigos, desde que llegó el virus, un riesgo que no han querido correr todos estos meses de vida replegada, ensimismada.
El candidato es persistente y facilita las cosas: le dice a Barclays que el sábado se harán una prueba de coronavirus por la mañana y tendrán el resultado por la tarde. Si están libres del virus, entonces podrían cenar el domingo, con la certeza de que al menos ellos, el candidato, su esposa y su hijo, no están enfermos. Barclays le agradece el gesto.
El sábado por la noche, el candidato la escribe a Barclays: se hicieron el examen y los tres están bien, no están enfermos. De modo que, si salen a cenar al día siguiente, son ellos, el candidato y su familia, quienes se arriesgarían a contagiarse de los Barclays, que, perezosos, no se han hecho una sola prueba desde que llegó la pandemia. Acaso consciente de que el riesgo lo correrían ellos, el candidato le pregunta a Barclays si se ha hecho la prueba.
-Sí -miente Barclays-. En el canal nos hacen el examen todas las semanas.
Así las cosas, el candidato y Barclays acuerdan cenar al día siguiente, con sus esposas y el hijo del político.
La esposa de Barclays sigue preocupada:
-Tu amigo tiene setenta años -le dice-. Si tengo coronavirus y se lo paso, podría matarlo.
-No tienes coronavirus -le dice Barclays-. Si lo tuvieras, ya me habrías matado.
Como Barclays ha tenido afecciones respiratorias y lesiones pulmonares, está seguro de que, si se contagia, perderá la vida. Sin embargo, no ve la muerte como una tragedia, sino como un descanso. No por eso desea morir. Es perezoso, pero no tanto.
El domingo a las ocho de la noche las dos familias se encuentran en un restaurante de la isla donde viven los Barclays, quienes han llegado media hora antes para asegurarse de que las sillas estén bastante distanciadas unas de otras. Se sientan, por supuesto, a una mesa afuera, alejada de otras mesas. El clima favorece el encuentro, propicia la conversación: no hace calor, no está lloviendo, es diciembre y ha refrescado.
Como si estuviera en la televisión, el candidato captura la palabra con la determinación de un pirata abordando un navío cargado de tesoros y no parece dispuesto a compartirla con nadie. Es un orador fogoso. Después de todo, es un político. Vive hablando, dando discursos, dando entrevistas, contando chismes sabrosos. Su oficio consiste en hablar. Está encantado hablando, escuchándose, celebrando sus humoradas.
Como era previsible, la esposa del candidato se aburre escuchando las historias tantas veces oídas en boca de su marido. Juiciosamente, come pan con mantequilla, come tostadas con tomate y jamón serrano, se abstiene de intervenir en la conversación, se inhibe de interrumpir el divertido soliloquio del político.
El hijo del candidato, el científico, guarda sabio silencio y parece contemplar la caprichosa posición de las estrellas en el cielo despejado. Está claro que la política le parece un bodrio insoportable y pasa olímpicamente de ella.
La esposa de Barclays, una mujer joven, en sus treintas, escritora de novelas sobre el amor y otros tormentos, detesta la política y, aunque permanece sentada frente al candidato, se va, se ausenta, se ensimisma y encapsula en la nube de sus fantasías, de modo que la cháchara ininterrumpida y a ratos fragorosa del político la conduce, como música de fondo de una película inquietante, a la nube de sus fiebres y sus delirios, una nube o unas nubes donde habitan los libros que está por escribir.
Solo Barclays escucha con atención al candidato y disfruta las historias, las anécdotas, los chismes y las chanzas que este le cuenta en tono conspirativo. Desde niño, Barclays ha sido adicto a ese veneno dulce que es la política. De joven, pensó en ser político. Eligió, no obstante, un oficio en las antípodas, contrapuesto: el de escritor. El político vive rodeado de gente, trabaja en equipo, se confunde entre multitudes; el escritor trabaja solo, en silencio, alejado de la gente. El político aspira al poder y para llegar al poder comprende que la verdad es un estorbo, un lastre que debe arrojar por la borda; el artista aspira a la belleza, a la quimera de la belleza perfecta e incorruptible, y para crear algo bello y perdurable debe alejarse del poder, escuchar la verdad de su voz interior y atreverse a estar en minoría y a contracorriente. Son, pues, el de Barclays y el del candidato, dos oficios incompatibles, que riñen en su esencia: el político quiere ser presidente de la nación y mandar, dar órdenes, ser amado o ser temido; Barclays, en cambio, quiere escribir una novela bella, perfecta, incorruptible, una pequeña obra maestra que pueda leerse con interés en cien años.
¿Por qué entonces Barclays es el único individuo sentado a la mesa que escucha con interés al candidato? Porque considera que el mundo del poder, de los excesos y desafueros del poder, de los dictadores y sátrapas, de los arribistas y trepadores, de los ladrones y bribonzuelos, es una fuente maravillosa e inagotable de historias literarias, de personajes que, sin saberlo, rozan el arte o pueden trocarse en arte, como el jefe de una mafia puede inspirar una película sobrecogedora. Lo que Barclays ve al otro lado de la mesa en el candidato que no puede dejar de hablar es eso mismo: un lunático obsesionado con el poder, un orate que no sabe que está loco, un chiflado delirante, entrañable, enternecedor, que cree que será feliz siendo presidente, cuando el ejercicio del poder socava la felicidad de las personas y las condena casi siempre a la desdicha, la incomprensión y la amargura. No sabe entonces el candidato que Barclays lo escucha tan minuciosamente porque está tomando notas en su memoria de escritor para volcar luego esos apuntes a las ficciones que maliciará. No sabe que Barclays está vampirizándolo, saqueándolo. No sabe que el cerebro literario de Barclays es una esponja, una grabadora.
La esposa del candidato come y se aburre. La esposa de Barclays casi no come, bebe vino y se aburre. El hijo del candidato no come ni se aburre porque su mirada se pierde en el azar de las estrellas. Hasta que el científico interrumpe a su padre y le pregunta a Barclays:
-¿Eres creyente?
Por fin alguien que no habla de política, piensa Barclays.
-No -responde-. Soy agnóstico.
-¿Y tú? -pregunta el científico a la esposa de Barclays.
-Soy atea -responde ella.
-Yo no soy ateo porque no me atrevo a afirmar la inexistencia de Dios -dice Barclays-. Pero tampoco afirmo su existencia. Dudo.
-Entonces eres un ateo negativo -dice el científico, al parecer satisfecho con las respuestas.
Por supuesto, él también declara ser ateo.
Su madre sorprende entonces a los comensales:
-Yo he dejado de ser creyente -dice-. Me he vuelto atea.
No explica las razones que la han llevado a ser atea. Lo dice con una sonrisa, con alivio, como si se hubiera sacado un peso de encima.
Su esposo, el candidato, la mira con estupor.
-No eres atea -le dice-. Eres creyente, como yo. Te haces la atea por coquetería.
Entonces la esposa de Barclays se anima a decir las palabras que están sentadas, traviesas, en su lengua:
-No hemos bautizado a nuestra hija.
-¿Qué edad tiene? -le pregunta el político.
-Nueve años -responde ella, con orgullo.
El candidato mira a Barclays con preocupación, el gesto adusto, el ceño fruncido, y le dice:
-Si quieres entrar en política y ser candidato presidencial, tienes que bautizar a tu hija y ser creyente.
La esposa de Barclays se ríe y dice:
-Por eso no entrará en política.
-Prefiero seguir siendo un escritor -se repliega Barclays.
-Pero hace unos años me invitaste a tomar un café y me dijiste que querías ser el candidato presidencial de mi partido -dice el político, sorprendido.
-Estaba mal medicado -dice Barclays.
Todos se ríen, menos el político.
Luego el candidato continúa hablando de sí mismo, de sus planes y ambiciones, de sus cuitas, desventuras y tribulaciones. Es un hombre encantado de escucharse. No tiene una sola pregunta para Barclays, para la esposa de Barclays, para su taciturna mujer. Necesita hablar: es una pulsión irrefrenable, una enfermedad nerviosa, un estilo de vida. Su curiosidad intelectual, o su mera curiosidad mundana, se extingue donde se erige su nariz o se disipa su aliento.
Barclays piensa, se dice a sí mismo:
-La política es una enfermedad respiratoria y, como el coronavirus, se propaga fácilmente, coloniza a los desprevenidos y puede ser mortal. Hay que usar entonces una mascarilla para no contaminarnos de las partículas virales de la política, que se esparcen en charlas así, afiebradas, volcánicas, salpicadas de chismes. La mascarilla es el arte: si nos refugiamos en el arte, tal vez nos salvemos de esa enfermedad mortal que es la política.
Llegando a su casa, Barclays y su esposa hacen el amor con una extraña desesperación: acaso esa sea otra manera de escapar de la política y sus venenos.
Publicado: dicembre 14 de 2020
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