Escribo esta columna embargada por el dolor que me ha producido la noticia de la muerte de mi entrañable amigo, Jaime Jaramillo Panesso a quien conocí cuando empecé mi recorrido por la política antioqueña.
Jaime, me acogió con afecto y con un gran cariño me ofreció su amistad. Aprendí de él muchísimas cosas. Su vida era una suerte de enciclopedia en la que podía encontrarse infinidad de materias del saber humano.
Hoy, ante su tumba, puedo decir con toda la certeza que Jaime tuvo una vida maravillosa en la que pudo dedicarse a hacer lo que quiso: trabajar incansablemente por la reconciliación de los colombianos.
De él aprendí que la paz era viable cuando ésta se levanta sobre pilares sólidos de verdad, reparación y algo de justicia. Era un hombre desprendido de los rencores y de los resentimientos.
La tragedia golpeó a la puerta de su casa hace 18 años cuando las Farc asesinaron a su hijo Fidel. El dolor más grande que puede padecer un hombre o una mujer es el de tener que enterrar a un hijo. Jaime tuvo que hacerlo y, sin embargo, no permitió que la rabia obnubilara su buen juicio y su talante ponderado.
Perdonó a la asesina de su hijo. Y lo hizo con verdadero desprendimiento, luego de que ella cumpliera su cita con la justicia e hiciera la reparación correspondiente.
Durante dos años consecutivos, atendí sus clases de historia de Colombia. Eran unas jornadas deliciosas donde se analizaban los hechos más relevantes de los momentos clave de nuestra República. Lo que era complejo, enrevesado y exótico, Jaime lo explicaba con una solvencia y sencillez.
Quienes gozamos de su amistad, coincidimos en que él tenía un don especial para hacer sentir cómodo a quien estaba a su lado. Y ello, gracias a su infinita generosidad y desprendimiento. Jaime Jaramillo Panesso era un ser humano especial, excepcional, maravilloso.
Nunca permitió que el poder político lo sedujera. Quizás, jamás quiso dimensionar su importancia y su peso específico en la política antioqueña y en el seno del Centro Democrático, partido del que fue presidente honorario.
Su entereza es ejemplo para todos. No permitió que la enfermedad lo doblegara. Era un enamorado de la vida. Estaba seguro de que su misión aún no estaba cumplida y por eso dio la batalla hasta el último momento, sin deprimirse ni entristecerse.
Cuando su salud empeoraba, Jaime sacaba fuerzas para hacer la llamada, para expresar su punto de vista y hasta para escribir una de sus lúcidas columnas de opinión.
Fue un hombre que estuvo atento de la realidad nacional hasta el último instante.
Como alguien que lo quiso y que lo admiró profundamente, puedo decir que Jaime podrá descansar en paz, con la tranquilidad de haber sido un miembro de familia ejemplar, un dirigente político impecable y un amigo incondicional.
Publicado: noviembre 23 de 2020
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