Las personas que transmiten coronavirus se ven saludables, ese contagio se hace en el período cuando no hay síntomas o las manifestaciones son muy leves: una tosecita o ligero malestar. La alta transmisibilidad de la enfermedad deriva de esta fuente de contagio cuyo origen pasa desapercibida y el huésped es un fantasma. Viene fin de año, en esta época la tradición de las reuniones familiares y grupos de amigos cambiará la relación de la pandemia del Covid-19. Navidades y Año Nuevo son periodos en donde las nuevas normas de comportamiento se van a flexibilizar y vamos a estar expuestos a los que los duchos en salud publica denominan segunda ola o rebrote. La escala semántica diferencial entre ellas no la interpreto significativa. Segunda ola, metáfora heredada del comportamiento de la gripe española en 1918, es cuando la prevalencia y los casos se han disminuido pero el virus sigue latente, “el golero acechando en el hombro”. Luego, hay un aumento exagerado en el número de contagios y en el número de muertes. Se congestionan los hospitales, se agota la reserva de de camas-UCI y las autoridades se ven obligadas a repetir medidas como el confinamiento obligatorio y el asfixiante cierre de la llave de la economía. En el rebrote se supone que la prevalencia y la curva están controladas, el recurso sanitario preparado, con experiencia. Por esas coyunturas de salud pública se incrementa en forma abrupta el número de contagios. Un ejemplo ambiental, los virus respiratorios se incrementa en el otoño, aunque el SRAS-CoV-2 se considera no estacional.
Uno de los errores comunes es interpretar que el encierro no obligatorio es sinónimo que la pandemia se acabó y podemos relajar nuestras costumbres. Razón tiene la OMS cuando expresa que el confinamiento hizo a los “países pobres más pobres”. Fue una medida eficaz que nos permitió disminuir la velocidad de transmisión del virus, la preparación del personal sanitario y acomodar los sistemas de salud. Ralentizar la cadena de contagios fue su propósito y lo logró. Pero la nueva normalidad, vivir en convivencia con el virus, exige la permanencia de las medidas de los protocolos sanitarios. No podemos borrar de nuestra mente las lecciones que hasta el momento deja la pandemia en Colombia: 1.2 millones de contagiados, 36 mil muertos y entre estos más de 100 médicos. América ha sido el continente donde más trabajadores de la salud la pandemia ha lesionado, 570.000 contagiados y 2.500 muertos. Al árbol de Navidad de la vacuna le faltan muchas luces. Ya aceptamos su eficacia en el trabajo de campo, no conocemos la duración de la inmunidad que ofrece, cuantas veces hay que aplicarla y cómo vamos a garantizar su transporte hasta la población vulnerable.
Sin eufemismos, rebrote o segunda ola son alzas exageradas en los casos nuevos. Rebrote habla de casos puntuales y segunda ola a un incremento tan alto como el primer pico. Esto no cambia sus consecuencias y prefiero llamarlos segundo impacto. Es el tramacazo que da el virus por segunda vez y causas muy concretas.
La primera: las luces de Navidad nos encandilan, se relajan los protocolos sanitarios y las medidas de bioseguridad. Las mascarillas las usamos en el mentón y los abrazos reprimidos queremos aflojarlos. La capacidad ejecutiva y el control de las decisiones se debilitan, se sueltan los controles del lóbulo frontal, y los mensajes de la ínsula de empatía y compromiso se pierden en los villancicos.
Nos pasamos por la faja el distanciamiento físico y el espíritu gregario – alborotado en la Navidad- los vinos y natillas lo engolosinan. Pensamos que esto de la pandemia es como el año viejo -ya lo quemamos- y un pesebre de anticuerpos nos protege. No podemos caer en esta equivocación y en el país faltan todavía muchas personas que adquieran inmunidad. En otras naciones los estudios serológicos han determinado que solo el 5.2% de la población tiene anticuerpos. Cuando esto ocurre ponemos en duda los valores predictivos del testeo y la prevalencia estimada de la enfermedad. Resulta que la inmunidad de rebaño anunciada con megáfonos no es tan cierta y no expide licencia para que los protocolos sanitarios los echemos al piso. De nuestra disciplina depende que la navidad se convierta en un canto de despedida para nuestros familiares de la tercera edad.
Hay que aprender de Daniela, su historia inspiradora y su vida. Es una estudiante de la Universidad de Córdoba que vive en Tierra Adentro, zona costanera de Puerto Escondido (Wasapea, El Heraldo). El único sitio donde encuentra señal su celular es un Ñipi-Ñipi, cerca de su vivienda rural. Su padre en forma artesanal le ha acondicionado entre sus ramas un estudio aéreo para la conectividad y recepción de la información. Este árbol tiene una propiedad particular, la gelatina de su corteza es considerada un pegamento natural. Daniela está pegada a la universidad y la transmisión de conocimientos hacia el ñipi receptor, le ha permitido avanzar su semestre virtual y su ilusión de movilidad social. La educación cobra vital importancia para esta campesina universitaria y su familia quienes respaldan su ingreso a la sociedad de conocimiento.
Ñipi-Ñipi es lo que necesitamos este fin de año. Pegado a las reglas sanitarias y adherente a los protocolos de mascarillas, lavado de manos y distanciamiento físico para que ésta no sea para nuestra familia una negra navidad. El testimonio de Daniela significa disciplina, esperanza y adherencia. Su lección: firmeza para superar la adversidad de la pandemia social.
Publicado: noviembre 27 de 2020
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