Desde la posesión del Presidente Duque el 7 de agosto de 2018, el país ha debido soportar una serie de protestas que si bien pueden considerarse el ejercicio de un derecho fundamental consagrado en nuestra Carta, no están resultando efectivas —al menos en lo que respecta a los últimos años— en cuanto a sus aparentes objetivos. En lugar de ello, las protestas se han convertido en una causa adicional del cúmulo de problemas que ya tenemos.
Yo diría que gran parte de ellas tienen su origen, más que en las razones que públicamente nos presentan, en el afán de sabotear una gestión de gobierno por parte de sectores que después de dos años no han aceptado su derrota. Pero independientemente de lo que muchos creemos son las verdaderas razones que han dado lugar a gran parte de las últimas protestas, pues para nadie es secreto que la politiquería y muchas veces la criminalidad usan esta herramienta de expresión popular para la búsqueda de sus oscuros propósitos, creo que una mirada objetiva —incluso prescindiendo de la discusión sobre las razones que la motivan— nos llevará a una conclusión irrefutable: la protesta, para la sociedad, es más perjudicial que útil.
Aunque sería equivocado desconocer las innumerables conquistas que en la historia de la humanidad se han alcanzado gracias a la movilización social, no sería menos equivocado dejar de reconocer que existen movilizaciones que producen problemas más graves que aquellos que las motivan. Es un tema práctico: si un sector de la sociedad decide adelantar un paro porque no está de acuerdo con algunas políticas del gobierno, su manifestación no puede generar problemas adicionales a esas políticas que ellos perciben como problemáticas, pues, de ser así, nos encontraríamos —acabada la protesta— con las mismas políticas sumadas a los problemas generados por ella (es tonto, ¿no?)… Y aquí las cifras no son para ignorar: hay estudios que indican que al comercio del país un día de protesta le cuesta unos 150 mil millones de pesos en pérdidas. Esto, más un costo promedio por día de paro de unos 20 mil millones de pesos, son datos que deberían mortificar a cualquiera que se preocupe por la estabilidad económica de su país. No hacerlo es sinónimo de desprecio por lo propio.
En Colombia hay ejemplos de manifestaciones que se han desarrollado sin afectar derechos ciudadanos. Sin embargo, esa no es la constante en los últimos años. Protestas convertidas en eventos de vandalismo, movilizaciones que obstruyen libertades ciudadanas y expresiones violentas que producen efectos trágicos y destructivos, hacen parte del mal uso de un instrumento llamado a hacer valer voces y derechos que hoy terminan perdiendo fuerza por cuenta de una politiquería que no cesa en su búsqueda de idiotas útiles que generen caos. Un caos que luego esa misma politiquería usa para redactar su discurso.
Aquí lo que debemos hacer —sin miedo a romper tabúes— es poner sobre la mesa una discusión que contemple los componentes ético, cultural, político y jurídico en relación con la protesta social. ¿Para qué se protesta?, ¿cómo se protesta?, ¿quién se perjudica en la protesta?, ¿qué se gana y qué se pierde en la protesta?, ¿qué se construye y qué se destruye en la protesta?, en fin, formularnos las preguntas adecuadas para empezar a trabajar en las respuestas que nos ayuden a entender qué hacer y cómo actuar alrededor de un derecho constitucional que la fuerza de los hechos ha convertido en una amenaza al orden social y a la estabilidad económica e institucional, quizá por la falta de una regulación que la restrinja con el fin de evitar que se siga deformando.
Todos, profesores, estudiantes, indígenas, trabajadores, transportadores, artistas, etcétera, tienen derecho a movilizarse en la pretensión de lograr mejores condiciones para los sectores que representan, pero nunca —¡nunca!— el ejercicio de tal derecho se traduce en la facultad de afectar los derechos de los demás y la estabilidad del país.
Publicado: noviembre 1 de 2020
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