Si hay algún tema considerado tabú o políticamente incorrecto, sobre el que no se admiten críticas, es el de los indígenas. Esto, en gran parte, porque la sociedad ha aprendido a verlos con lástima por su pobreza y atraso, en tanto que ellos se ven vanidosamente como parte fundante de una Nación como la colombiana, y se reclaman como los dueños originales de un territorio que les habría sido violentamente arrebatado por potencias invasoras.
Sin embargo, ahora que está tan de moda tumbar estatuas, habría que considerar que en el continente americano no había seres humanos hasta hace unos 30.000 años, cuando habrían llegado de Asia a las costas occidentales de Norteamérica, cruzando el Océano Pacífico. De hecho, hasta hace poco se pensaba que los humanos habían poblado América cruzando el estrecho de Bering hace solo 13.000 años, pero da igual, significa que aquí todos somos invasores.
Es más, todos los humanos que pueblan el planeta tenemos un antepasado común que vivió en el este de África hace unos 60.000 años y que, por supuesto, era negro. En ese momento nuestros antepasados iniciaron recorridos migratorios que duraron miles de años hacia los demás continentes: Asia, Oceanía, Europa y América. Así que hablar de culturas ancestrales no tiene mayor sentido, todos venimos siendo lo mismo.
Se reclama que el ‘invasor’ español fue particularmente sanguinario y arrasó con los pueblos originarios a punta de espada. Pero es que las relaciones entre los pueblos se han tramitado casi siempre a la fuerza, por lo que uno de los mayores avances de la humanidad ha sido el uso de la diplomacia para lograr el entendimiento entre las gentes. Los españoles no hicieron nada distinto a lo hecho por todos los imperios que en la historia han sido —igual que los persas, los romanos o los vikingos—, ni a lo que hacían las tribus indígenas en América, que vivían guerreando unas con otras. En la época precolombina pululaban los sacrificios humanos, el canibalismo y la esclavización de los enemigos. No eran angelitos.
Ahora, tanta condescendencia ha sido perjudicial. Hemos aceptado que algo se les debe a los indígenas; les hemos dado el apelativo de ‘hermanos mayores’, pero los tratamos como a minusválidos mentales, castrando su real autodeterminación como individuos y sus capacidades. Se reconoce su inferioridad hasta tal punto que se acude al precepto constitucional de ‘proteger al débil’, pero para hacerlo se incumple el principio de que todos somos iguales ante la ley y se les da el estatus de privilegiados, aunque unos con más privilegios que otros. Unos viajan en el capacete del bus, boleando bandera, y otros en Toyota, con los vidrios polarizados.
En Colombia hay casi dos millones de indígenas (1.905.617, según el Dane) asentados en 767 resguardos, que constituyen cerca del 4% de la población del país. Y, a pesar de ser unas minorías, se han convertido en verdaderos terratenientes al acumular 28.9 millones de hectáreas, equivalentes al 25,3% del territorio nacional. Para establecer un punto de comparación, considérese que el área cultivada en Colombia es de apenas cinco millones de hectáreas (2019).
No obstante, eso no ha servido para que dejemos de ver indígenas limosneando en las ciudades porque, aunque a cada uno le corresponderían 15 hectáreas de tierra cultivable, nuestros nativos carecen de libertades para poseer bienes de manera individual o desarrollar actividades productivas. Los resguardos son sociedades colectivistas —muy parecidas al comunismo—, que las autoridades indígenas quieren mantener porque favorecen a sus fines; son una élite que se queda con millonadas que el Estado les transfiere cada año.
De hecho, las autoridades indígenas no reclaman más tierras para producir sino para ‘liberarlas’. Y el mantener sus ‘culturas’ no es otra cosa que continuar viviendo como en las cavernas. Todavía tenemos tribus que sacrifican los gemelos por considerarlos demoniacos o que practican la ablación del clítoris, que es, ese sí, un violento abuso ‘heteropatriarcal’.
Y es que a los indígenas ni siquiera se les brinda una educación igualitaria, sino que se les mantiene en el atraso con base en esa especie de método o escuela que se llama ‘etnoeducación’, privando a los aborígenes de acercarse al conocimiento de todos los adelantos del saber científico que ha alcanzado el ser humano con el fin de preservar una cosmovisión que no es más que fantasía. Por ejemplo, sobra decir que la ‘medicina tradicional’ indígena no sirve ni para el coronavirus ni para nada; nadie con dos dedos de frente preferiría tratarse un cáncer con menjurjes y brebajes —o con el hongo ganoderma que promociona la seudoministra de ‘Ciencia’— en vez de hacerlo con los medicamentos más avanzados.
Ya es hora de que los indígenas se rebelen y apostaten de sus falsas culturas, en las que los quieren mantener inmersos en el atraso y a las que están esclavizados. Tienen todo un país con el cual mezclarse e interactuar, gozando de las ventajas del progreso. Muchos lo han hecho, como el pueblo de los muiscas —o chibchas—, que poblaron con sus descendientes a Cundinamarca y Boyacá, llegando a ser médicos, ingenieros, políticos y hasta ciclistas de talla mundial. Solo unos pocos de ellos permanecen en cabildos.
Esa tiranía hay que acabarla, máxime cuando se trata de un sometimiento a las guerrillas comunistas y a los barones de la droga, que son los que mejor entendieron las ventajas que les pueden sacar a resguardos, cabildos, tribus, tradiciones, costumbres y otras antiguallas que ya es tiempo de recoger.
Publicado: octubre 27 de 2020
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