Dos policías se excedieron en el uso de la fuerza para capturar un borracho conocido de autos: alcohólico, drogadicto, mal vecino, con antecedentes de maltrato intrafamiliar, etc. Es decir, no se trataba de un sujeto dócil que se aplacara con un llamado de atención de las autoridades. En el video no se aprecia si él incito la acción enérgica de los policías, mucho menos si estos ya estaban prevenidos desde tiempo atrás, pero la acción penal es individual: si son hallados culpables de haberse excedido, pagarán cárcel. De hecho, ya su situación es complicada, se les acabó su carrera policial. Vale preguntarse: ¿será que un policía madruga a matar un ciudadano para joderse el resto de la vida? A los uniformados les toca lidiar con lo peor de la sociedad y aún así queremos que se comporten con la erudita prudencia de los sabios.
Pero, seamos francos: a la turba enardecida que protestó con ocasión de tan absurdo crimen, le importa un comino el señor Ordóñez y su trágico final. Menos aún le importa la suerte de los policías (y soldados) que son maltratados y hasta asesinados en los cuatro puntos cardinales de un país donde las comunidades, instigadas por ilegales, demuestran un claro irrespeto por la ley. Sea por apagar un equipo de sonido, por intentar la captura de un peligroso delincuente o por erradicar unos cultivos de coca, los servidores públicos son enfrentados por hordas de hombres, mujeres y hasta niños que los maltratan con fiereza y luego se victimizan si resultan heridos o muertos. Apenas ayer, la comunidad de Policarpa (Nariño), azuzada por grupos ilegales, realizó una asonada para echar al Ejército, que estaba erradicando sembrados de coca.
Hay que ser muy ingenuo para comerse el cuento de que la incendiaria reacción de algunos criminales fue producto de la indignación ciudadana. No, la verdad es que la muerte de Ordóñez fue apenas un pretexto para recuperar el clima de tensión en el que la izquierda nos sumió a finales del año anterior y que fue interrumpido por la pandemia. Es un intento por desestabilizar el país y llegar con mejores posibilidades al 2022 con candidatos —como Gustavo Petro— aupados en los dineros del narcotráfico, en el miedo de las comunidades chantajeadas a punta de terror y en los numerosos votos de miles de jóvenes adoctrinados durante años por Fecode, que cada vez se muestran más dispuestos a exhibir los resultados de esa alienación participando en protestas violentas y apoyando con su voto a los candidatos de izquierda.
Entonces, a pesar de que se ha querido vender la idea de que las protestas por la muerte de Javier Ordóñez fueron fruto del descontento generalizado de la sociedad ante tantas carencias, es claro que lo ocurrido fue producto de una conjura muy bien planificada y orquestada para sembrar el caos y la destrucción por parte de unas fuerzas agazapadas que estaban esperando un detonante para desatar la barbarie. Destruir 68 CAI (comandos de acción inmediata) de Policía o incinerar decenas de buses del sistema masivo de transporte no son actos que se le ocurran a un padre de familia, a un ama de casa, al abuelito de la cuadra. La comunidad no es la que hace estas cosas, son las nutridas milicias guerrilleras que operan en las grandes ciudades del país, son las juventudes amaestradas para la revolución, son jóvenes reclutados con los mismos falsos ideales románticos que han llevado a millones a padecer la tiranía del totalitarismo.
De hecho, las comunidades les han dado la espalda y han apoyado a la Policía Nacional. Han acudido a los CAI de sus barrios a recoger los destrozos, a pintar los muros, a darles una voz de aliento a los patrulleros. Mientras el alcalde de Bogotá, Claudia López, los acusa sin pruebas de los homicidios de 13 jóvenes que participaban de las revueltas, el ciudadano común les reconoce su sacrificio y los respalda. Abolir a las policías del mundo es un nuevo objetivo que se ha propuesto la izquierda, por eso hay que tener cuidado con las reformas que se propongan y sus autores.
Finalmente, que quede claro que esto no es protesta social, mucho menos pacífica. La protesta social no incluye ningún tipo de violencia, ni supone coartar derechos o libertades de los demás, como la libre movilidad en el transporte público. Tampoco puede caerse en la trivialización del vandalismo, como si se tratara de una acción menor, carente de gravedad. «Vandalizar» es destruir total o parcialmente propiedad pública o privada, lo que va desde la simple rotura de un vidrio hasta verdaderas atrocidades cometidas con saña y salvajismo, como el intento de quemar policías dentro de un CAI. Entonces, para entenderlo mejor, llamémoslo como lo que es: simple y puro terrorismo desarrollado por guerrillas urbanas, que son otro efecto perverso de la falsa paz de Juan Manuel Santos, quien días atrás había anunciado que las protestas volvían. ¡Ya lo sabía!
Publicado: septiembre 15 de 2020