Uno de los pilares fundamentales del Estado de Derecho es la división del poder ejecutivo, legislativo y judicial.
Esta concepción, que tiene su origen en la Grecia de Aristóteles y Platón y luego en las teorías de Locke y Montesquieu, se justifica en la medida en que para garantizar el adecuado funcionamiento del Estado y la vigencia de los derechos de los administrados es imperativo evitar la concentración del poder en un solo órgano.
Así, mientras el poder legislativo sanciona normas de alcance general y abstractas, como son las leyes y el poder ejecutivo vela por su cumplimiento y ejecución, el judicial aplica la ley trasladándola desde lo general y abstracto al caso concreto.
En Colombia, tras el fallo de tutela de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia, en donde se toman determinaciones relacionadas con el manejo y actuación de la policía nacional y se ordena la prohibición de las escopetas calibre 12 que utilizan los Escuadrones Móviles Antidisturbios (Esmad), se ha vuelto a plantear el interrogante de hasta qué punto los fallos jurisdiccionales dentro del denominado activismo judicial pueden afectar o intervenir en las decisiones políticas del Estado colombiano.
Sobre el particular cabe recordar que de esa misma pregunta han sido objeto, desde tiempo atrás, varias decisiones judiciales, como, por ejemplo, las proferidas por la Corte Constitucional, respecto a la legalización del aborto en tres situaciones específicas, el matrimonio de homosexuales o la prohibición de la fumigación de cultivos ilícitos con glifosato, entre otras.
En ese sentido, se puede observar con facilidad que el activismo judicial se traduce con frecuencia en la declaración de inconstitucionalidad de leyes y actos de autoridad, o en la interrupción o modificación de criterios de interpretación establecidos y confirmados para las leyes, según sea la visión política e ideológica que tengan para ello los funcionarios encargados de administrar justicia.
Y con esta lógica, nos dice la columnista política Claudia Dangond Gibsone, es común que las decisiones de los jueces no se limiten a interpretar la ley, sino que con ellas se crean reglas vinculantes con efectos erga omnes, arrebatando así la función al órgano legislativo y también del Ejecutivo en cuanto crea condiciones y exigencias no contempladas en las normas.
De allí que en este país ya no sea raro mirar como a través de sentencias judiciales de tutela y de acciones populares matizadas con algún sesgo ideológico, que provienen tanto de las denominadas Altas Cortes como también de juzgados de menor rango, se suelen dar órdenes a otras instancias de la administración pública sobre la creación de políticas públicas en diversos sectores sociales, la construcción o no de obras de infraestructura, la modificación del régimen pensional, el acceso a la salud, etc., etc., so pretexto de que se defienden y garantizan derechos fundamentales y su conexidad, cuando en realidad eso no es así
Prácticamente, de no controlarse el activismo judicial, este cada vez se convierte a pasos agigantados en un atentado contra la separación de poderes o el Estado democrático, lo cual constituye un peligro real, un auténtico veneno para el futuro de Colombia porque, en palabras el analista Mauricio Botero Caicedo, no hay nada más alejado de la verdadera democracia que un puñado de togados, no elegidos por los ciudadanos, decidan a su conveniencia partidista sobre la constitucionalidad de una ley o la extensión de derechos que benefician a unos cuantos pero que afectan a millones.
Publicado: septiembre 30 de 2020
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