Colombia es un Estado Social de Derecho exagerado. Y lo es porque para cada caso o problema que se presente se ha considerado que debe existir necesariamente una norma específica que prevenga, controle y sancione la conducta de quien o quienes lo ocasionaron.
Esto hace que muchas veces en lugar de propender mediante leyes, decretos, resoluciones, etc., por la consolidación de una auténtica y verdadera democracia con paz, equidad y justicia social, se tiende más bien a obstaculizar su proceso y, a la postre, a generar desconcierto y confusión en una población que en últimas no alcanza a comprender cómo tiene que actuar y comportarse en un sistema de gobierno fundamentado en un excesiva legalidad.
Para combatir todos los males y flagelos que hoy aquejan a la sociedad, se han realizado reformas institucionales con la expedición de toda una amalgama de leyes y códigos tendientes, supuestamente, a investigar y sancionar a todos aquellos que incurran en una conducta punitiva y a quienes hacen caso omiso de los compromisos civiles, laborales, comerciales, familiares, entre otros, como una forma ejemplarizante para que los demás no se atrevan a transgredir el ordenamiento jurídico que sirve de sostén a nuestro Estado, en aras de que se pueda tener así una normal convivencia humana.
De allí que, muy bien justificado se halla el remoquete que se le ha dado a Colombia de ser un país de leyes.
Con la expedición de la Constitución Política de 1991 se quiso, no sólo modernizar las estructuras del Estado y ajustarlas a las nuevas exigencias del final del anterior siglo y del que se avecinaba, sino también facilitar la eficacia y cumplimiento, respeto y protección de los derechos civiles y garantías sociales que se les ha concedido a todos los habitantes de la Nación.
Sin embargo, con suma tristeza nos percatamos a diario del caos jurídico en que nos encontramos por el hecho de no saber a ciencia cierta cuál o cuáles son las normas que en realidad regulan el modus vivendi de las personas.
Día tras día nos vemos abocados a cambios y modificaciones repentinos so pretexto de que se hace indispensable dictar leyes que reglamenten el desarrollo de los preceptos o principios contemplados en la Carta Magna. Esta errónea creencia de nuestros legisladores a lo único que está conllevando a que en lugar de aplicar justicia se llegue a ocasionar injusticia en el pueblo.
Pero con suma preocupación los colombianos hemos visto que toda la cantidad de códigos que contienen las normas y los procedimientos, los mecanismos y los recursos de todo orden para que haya una pronta y efectiva aplicación de justicia, se quedan simple y llanamente en letra muerta y sirviendo de caldo de cultivo de la impunidad.
Y como una justificación a la impunidad se ha vuelto una costumbre afirmar “que hay demasiados negocios, muy pocos jueces, fiscales, escaso personal auxiliar, insuficiente presupuesto, que no aparecen denunciantes y testigos y que hace falta la plena prueba”.
Todo esto en cierta medida puede ser cierto, pero lo que en verdad ha faltado para que haya justicia sin vacilaciones y con responsabilidad (como en una ocasión lo manifestara el exprocurador Carlos Jiménez Gómez) es que “los jueces se pongan a la obra, que tengan conciencia de la situación del país, que perciban y vivan la dimensión política e histórica de su papel en la vida nacional y en la coyuntura en que nos encontramos” para que sus decisiones judiciales coadyuven en fortalecer la democracia colombiana y no en abrir el camino hacia sistemas de gobierno comunistas o dictatoriales como lo pretenden los sectores fe la extrema izquierda.
Publicado: septiembre 9 de 2020
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