A los menores de 30, que son los que se creen con derecho a protestar en nuestro país, no les ha tocado vivir ni uno solo de los días más duros de esta República. Muchos no habían nacido cuando el narcoterrorismo detonaba carrosbomba en cualquier esquina y los sicarios mataban por centavos: en Medellín hubo casi 7.000 asesinatos en 1991 (algunas fuentes hablan de 11.000), con un índice que rondaba los 400 homicidios por cada 100.000 habitantes, la tasa más alta del planeta. Uno salía a cumplir con sus actividades, pero no sabía si volvía.
Otros aún jugaban con carritos y les sacaban los mocos cuando este país se volvió inviable a finales de los noventa, y de más atrás no tienen ni idea porque hace años se abolió la enseñanza de la Historia y a estos «millennials» les tocó inaugurar esa especie de desestructuración mental del individuo que es el «libre desarrollo de la personalidad», soflama con la que los jueces de la socialbacanería iniciaron la dictadura judicial que hoy nos abruma. Valga recordar que el mismo taumaturgo que nos vendió ese cuento de que los niños y jóvenes debían hacer lo que les viniera en gana, diría, años después, que es válido ‘matar para que otros vivan mejor’.
En la actualidad debería ser solo un mal recuerdo aquella época aciaga que nos tocó vivir en los años noventa, cuando al menos un tercio del país estaba en manos de las guerrillas, otro tercio en las del paramilitarismo y la geografía restante en las de un Estado imperfecto que trataba de vencer sus propias limitaciones para sacar al país del atolladero. Colombia, para muchos, ya reunía las condiciones para calificarse como «Estado fallido», y muchas publicaciones serias —donde Soros aún no había metido sus garras— lo afirmaban abiertamente o, cuando menos, lo sugerían.
Entonces, como es lógico, todo el mundo se quería ir. Nadie quería invertir en Colombia ni soñar con un futuro aquí. Siendo unos parias que teníamos todas las puertas cerradas, la máxima aspiración de cualquiera era conseguir visado al primer mundo. La gente parecía enloquecida buscando aval para los Estados Unidos, Canadá, Australia o Europa occidental. Fueron muchos los que se presentaron hasta una decena de veces en las embajadas de esos países y jamás lograron el permiso. Se fueron de indocumentados, como otros miles que nunca pisaron una embajada ni tramitaron un papel.
Salir de eso no fue fácil. Pocos dirigentes compartían la visión de Álvaro Uribe, de que era perentorio imponer el orden constitucional por la fuerza legítima, si fuere necesario, para encarrilar a la Nación. La mayoría de los dirigentes —aun siendo contradictores entre sí, como Serpa y Pastrana—, compartían la trillada idea de entablar diálogos de paz con los subversivos, mientras que la política de mano dura era considerada como una manera de incendiar al país. Ello derivó en la burla del Caguán, una verdadera conflagración que debió ser abortada desde el primer día, cuando la silla vacía de Tirofijo presagió el mal destino de ese fiasco.
Por una vez en la vida, en Colombia se impuso la lógica. Semejantes niveles de violencia tenían que ser aminorados por la fuerza legítima del Estado. Eran tantos los crímenes, los secuestros, las extorsiones, las masacres, las tomas de pueblos, los actos terroristas y mil vejámenes más, que de haber cejado el Estado en sus obligaciones y claudicado en el cumplimiento de su deber por ceder graciosamente al chantaje de los violentos, habríamos terminado más temprano que tarde en una cruenta guerra civil.
Nadie que haya vivido esos años puede negar que la Seguridad Democrática del presidente Uribe fue un remedio efectivo. La pradera no se terminó de incendiar como lo pronosticaban las Casandras de turno, sino que el incendio se redujo drásticamente: bajaron los índices de muertes, secuestros, extorsiones, actos terroristas y demás. En cambio, aumentó la inversión, creció la economía, mejoró el empleo, bajo la pobreza… Colombia dejó de ser un Estado fallido por el que expertos internacionales no daban un centavo: para unos era fruto como de un acto de magia; para otros, un verdadero milagro; para los más escépticos, un simple golpe de suerte.
Pero la enfermedad seguía por dentro: al cáncer del narcotráfico, de un lado, y la putrefacta ideología comunista, del otro, carcomiéndonos por dentro poco a poco. Uribe, el Segundo Libertador de Colombia, terminó su mandato con un 80% de favorabilidad. Se pudo eternizar como cualquier Putin tropical y hoy la suerte de todos sería muy distinta: a no dudar que tendríamos una economía boyante —al margen de la pandemia—, un narcotráfico en su mínima expresión y unas guerrillas derrotadas sin la menor concesión. Obviamente, ni Uribe estaría preso, ni las Farc en el Congreso.
Pero ya no es hora de llorar por la leche derramada. Uribe siempre recalcó que la culebra aún estaba viva y que temía una hecatombe. No vimos que el topo era Santos, aunque mucha gente lo advirtió. El siquiatra Restrepo lo definía como «un caballero sonriente que guarda el puñal bajo la capa». Hoy sería necio negar que este sátrapa le entregó el país al narcotráfico y, especialmente, a la extrema izquierda, no solo entronizando a las Farc en el altar mayor del Estado con plena impunidad, sino empoderando a los jueces progres para mandar a punta de fallos descocados dando un golpe de Estado terminal que concluirá con la entrega del poder a un cabecilla «del común».
Vuelta la violencia, el desorden, la anarquía; maniatadas las fuerzas legítimas de la Nación; mancillada la juridicidad y desaparecida la seguridad jurídica en esa maraña de altas cortes que no hay manera de reformar, ¿quién desea invertir hoy en Colombia? ¿Quién puede tomar el timón y devolvernos al buen rumbo? Colombia está al borde de convertirse de nuevo en un Estado fallido y necesitaremos un Tercer Libertador para salir de esta encrucijada, pero esos solo aparecen, siendo muy afortunados, por allá cada 100 años… Entonces, que Dios se apiade.
Publicado: septiembre 29 de 2020
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