A mediados del siglo XX tanto la teoría política como la constitucional consideraban que había de hecho dos configuraciones antitéticas e inconciliables de la democracia, la liberal o pluralista y la popular o totalitaria comunista. Pero con la caída de la Unión Soviética y las democracias populares de Europa oriental, se creyó que había triunfado la democracia liberal que albergaba en su seno, como lo observó en alguna oportunidad Raymond Aron, tanto la derecha no extremista como la izquierda no totalitaria. La cohabitación de una y otra hizo posible que el occidente de Europa, el continente más convulsionado durante la primera mitad de dicho siglo, encontrara la paz política mediante la alternación en el poder de distintas tendencias que no aspiraban a ser hegemónicas y por ende excluyentes.
El Foro de San Pablo y su epígono, el Socialismo del Siglo XXI, alteraron en América Latina ese equilibrio, con la introducción de un nuevo concepto que algún politólogo norteamericano identifica como la democracia iliberal. Su modelo es el que impera hoy en día en Venezuela, donde hay aparentemente instituciones demoliberales, pero distorsionadas de tal modo por el poder dominante que en realidad, más que autoritarias, en la práctica son totalitarias.
Si bien la democracia colombiana adolece de no pocas imperfecciones, su tradición es nítidamente liberal, pero a lo largo de más de medio siglo ha sufrido el asedio violento de fuerzas que se dicen democráticas, que sin embargo buscan imponer un régimen totalitario y liberticida. Esas fuerzas iliberales han adquirido por distintos medios un significativo influjo que hace pensar que en las elecciones del año 2022 podrían llevar a uno de los suyos a ganar la presidencia de la república. Ya se sabe que controlan el poder judicial, el sistema educativo oficial y en buen grado los medios de comunicación que llegan más a las comunidades. Su capacidad de manejo de la opinión pública es cada vez más patente.
El triunfo electoral de esas fuerzas sería a no dudarlo la antesala de graves confrontaciones cercanas a la guerra civil y la revolución. En rigor, implicaría la muerte de nuestra democracia, tal como la hemos conocido.
Traigo a colación un valioso libro en el que cobré interés gracias a un comentario reciente del coronel Marulanda, «Cómo mueren las democracias«, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt.
Los autores, ambos politólogos de Harvard, lo escribieron pensando en la situación actual de la democracia norteamericana, que deja mucho qué desear. Pero en buena medida sus consideraciones son pertinentes para el análisis de la nuestra.
Señalaré cuatro de ellas.
La primera toca con la intensidad de la confrontación que afecta el clima de convivencia en el país. Es claro que toda política suscita puntos de vista diferentes, lo cual no es solo natural, sino necesario. Pero, como decía Álvaro Gómez Hurtado, esas divergencias deben moverse dentro de acuerdos sobre lo fundamental. Y esto es lo que está faltando en el debate público. El principal desacuerdo radica precisamente en las concepciones tan disímiles que sus protagonistas sostienen acerca de la democracia, que los lleva a postular interpretaciones radicalmente opuestas acerca de los hechos que configuran la realidad del país. Y no solo esto, sino algo peor: la idea de que el triunfo de unos implica riesgos letales para la supervivencia de otros.
La segunda toca con las reglas de juego. Si no se las respeta ni siquiera por quienes están encargados de garantizar su eficacia, el escenario se vuelve caótico. Es lo que ha sucedido aquí, sobre todo a partir del desconocimiento del No en el plebiscito del dos de octubre de 2016, que significa, ni más ni menos, la desaparición del Estado de Derecho en Colombia. Lo he escrito muchas veces: en nuestro país impera un régimen de facto que apenas exhibe disfraces de juridicidad.
La tercera alude a un asunto poco explorado dentro de la teoría constitucional, pero de enorme importancia: el papel que juegan las convenciones, los usos, las reglas no escritas del juego político. Los autores señalan que esas reglas a menudo aconsejan prudencia y contención en el ejercicio de los poderes. El caso reciente y doloroso de la medida de aseguramiento que ordenó una sala de la Corte Suprema de Justicia contra el expresidente y senador Álvaro Uribe Vélez ilustra sobre la importancia del asunto. Los magistrados que tomaron esa decisión sabían de sus graves efectos políticos. Quizás la adoptaron precisamente para producirlos, lo que ha conllevado un incremento de la polarización y la idea de que la justicia entre nosotros está politizada en grado extremo. Vastos sectores de la opinión descreen de ella, tal como lo muestran reiteradamente las encuestas.
Me ocupo de una cuarta consideración, que no es la menos grave. Tal vez sea la más inquietante y ocupa buena parte del libro: la falta de mecanismos de defensa del sistema político frente a dirigentes tóxicos que amenazan severamente la salud de los regímenes. Los autores se refieren específicamente a Trump y sus desafueros. Pero entre nosotros tenemos por lo menos dos especímenes virulentos a los que un sistema de controles bien organizado no habría dejado pelechar: Petro y Cepeda. Hay, por supuesto otros, como nuestro «Pinturita», que ya está sacando las uñas. Una democracia sana habría aislado a aquéllos. Pero Colombia está enferma y la patología que sufre lleva a amplios segmentos a seguirlos. Una encuesta reciente dice que por ahí el 36% de los entrevistados votaría por Petro para la presidencia si las elecciones fueran hoy. ¿No es esto un tremendo despropósito?
Si los partidarios de la democracia liberal no formamos un frente amplio y vigoroso capaz de triunfar con ventaja apreciable en las elecciones de 2022, sus día estarán contados. Yo quizás no alcance a vivir para padecer esa desgracia, pero tengo hijos y nietos. Esa perspectiva me aterra.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: agosto 18 de 2020
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