Debido a la crisis del coronavirus, que recortó severamente los ingresos publicitarios, el dueño del canal de televisión despidió sin compasión a uno de sus periodistas estelares, Juan Pérez, deslenguado presentador de un programa de actualidad política, quien llevaba quince años trabajando en ese canal y se sentía una estrella, una celebridad.
Incrédulo, traumatizado, Juan Pérez le pidió al dueño de la televisora que le permitiera salir al aire una última noche para despedirse de su audiencia, pero el dueño denegó dicha petición, temeroso de que Pérez lo insultase en vivo y en directo.
Fue así como Juan Pérez se sumó a la oprobiosa tropa de millares de desempleados que había dejado el coronavirus en todo el país.
Desde luego, Pérez se ofreció a los canales de la competencia, pero ninguno quiso ficharlo, no eran tiempos para contratar periodistas tan caros y mimados como él. También habló con dos editoriales, tratando de vender sus memorias, pero le dijeron que no podían pagarle un anticipo ni comprometerse a publicarlas.
Juan Pérez sintió entonces que el mundo se había confabulado contra él y que sus más abyectos enemigos se habían conjurado para humillarlo y desgraciarlo. No puedo quedarme de brazos cruzados, como un perdedor, pensó. Tengo que rehabilitarme, reinventarme, volver a ser un ganador, malició. No permitiré que mi carrera periodística termine de esta manera tan indecorosa, se dijo.
Buscando una salida al penoso entuerto en que se hallaba, Juan Pérez se reunió con su madre Victoria, una señora octogenaria, y le pidió consejo. Mujer de profunda fe religiosa, Victoria no vaciló en decirle:
-Olvídate de la televisión. Entra en la política. Ya es hora. Lánzate a presidente.
Desde niño, Pérez había escuchado a su madre decirle que él había nacido para ser presidente de la nación. La política, por cierto, le interesaba vivamente. Era bueno hablando en público. Decían que tenía carisma, que era un seductor profesional, un encantador de serpientes. Llevaba años saliendo en televisión, ¿quién no conocía al famoso Juan Pérez? Por eso su madre le dijo:
-La gente te quiere, Juan. Lánzate. Te van a elegir presidente, ya verás.
Sintiendo el cosquilleo de la vanidad y el poder, Juan Pérez habló con su esposa María y le preguntó si aprobaba que él fuese candidato presidencial.
-De ninguna manera -dijo ella-. Es una pésima idea. Tú no eres un político. Eres un periodista, una estrella de televisión.
-Pero no tengo trabajo -alegó él-. Nadie quiere contratarme. No puedo quedarme así, derrotado, humillado.
-Espera -le dijo su esposa María-. Ten paciencia. Cuando pase el coronavirus, los canales tendrán más plata y seguro que alguno te contratará.
Juan Pérez podía esperar unos meses, incluso unos años. Era un hombre rico. Llevaba muchos años siendo una estrella de televisión y había ahorrado bastante dinero. Podía vivir el resto de su vida sin trabajar. Pero vivir sin trabajar le parecía una manera de morir en vida. Necesitaba sentirse importante, poderoso. Necesitaba tener un plan, trazarse unas metas, redibujar su identidad. Necesitaba renacer del fracaso y vengar la afrenta que le habían infligido.
Mientras esperaba a que alguna televisora lo llamase, Juan Pérez hizo gestiones discretas para que un partido político apoyase su candidatura presidencial. Las elecciones se celebrarían en medio año. Pérez debía inscribirse como candidato más o menos pronto, en apenas tres meses. Para eso necesitaba un partido político. Ya no había tiempo para fundarlo. Debía alquilarlo o comprarlo. Como era un hombre rico, le pagó medio millón de dólares al dueño de un partido, convirtiéndose en el mandamás de esa cofradía de aventureros y trepadores. No le dijo nada a su esposa María. Le ocultó la transacción. Sabía que ella se enfadaría y desaprobaría la operación.
Ya dueño de un partido político, Pérez tenía el camino despejado para inscribir su candidatura presidencial. Volvió a llamar a todos los canales, se ofreció para regresar a la televisión, pero nadie se entusiasmó ni quiso ficharlo. Derrotado, humillado, Pérez se dijo a sí mismo:
-Si nadie quiere darme un programa, saldré en todos los programas como candidato presidencial, esa será mi venganza.
Con el apoyo de su madre Victoria y el disgusto de su esposa María, Juan Pérez se inscribió como candidato presidencial, llevando a su madre octogenaria como candidata a la vicepresidencia. Dado que Victoria era una mujer encantadora, que no tenía enemigos y le caía bien a todo el mundo, la prensa consideró que sumaría muchos votos a favor de su hijo. Daban entrevistas juntos y eran muy simpáticos, se notaba que él la adoraba y que ella estaba cumpliendo el sueño de su vida: que su hijo Juan estuviese en el centro de la escena política.
Juan Pérez y su madre decidieron que no le pedirían dinero a nadie para financiar la campaña. No querían rebajarse a parecer angurrientos o pedigüeños. No querían pasar el sombrero y quedar debiendo favores. Pérez dijo que estaba dispuesto a gastar un millón de dólares de su hacienda personal y su madre Victoria, una mujer rica, sumó otro millón a los fondos de la campaña.
Pero, además, la campaña presidencial fue austera y atípica: debido a la pandemia del coronavirus, no hubo mítines de campaña, no tuvieron que pronunciar discursos encendidos en la plaza pública. Todo ocurrió en el ámbito más o menos sosegado de la televisión local, un contorno que Juan Pérez dominaba ampliamente, como pez en el agua. Decidieron que la campaña consistiría en dar muchas entrevistas por televisión, tantas como les pidieran. Rencoroso, Pérez salió en todos los canales de aire y cable, menos en el canal que lo había despedido, al que le negó sistemáticamente una entrevista, alegando que su honor estaba en juego. La prensa celebró el carisma innegable de Juan y Victoria Pérez, quienes empezaron a escalar en las encuestas de intención de voto. Pérez compró minutos en varios canales para propalar sus publicidades, pero se negó a darle un céntimo al canal que lo había echado. Ese canal, en venganza, desató una campaña de odio y linchamiento moral contra Juan Pérez y su madre Victoria, acusándolos de locos, orates y chiflados.
En los debates presidenciales, Juan Pérez se lució por su aplomo, su elocuencia, su simpatía y su desenfado. Cuando le preguntaron por su plan de gobierno, sorprendió a todos:
-No tengo un plan de gobierno. El mejor plan de gobierno es improvisar. La vida es un caos. El mejor presidente es el que se adapta más inteligentemente al caos.
-¿O sea que su gobierno será un caos? -le preguntó un candidato rival.
-Sí, mi gobierno será un caos -dijo Pérez, con una gran sonrisa-. Iremos improvisando. Y seremos felices en medio del caos.
Pérez también desconcertó a la clase política y a la prensa porque no quiso que su partido presentase candidatos al Congreso:
-Mi madre y yo hemos decidido que, si llegamos al poder, cerraremos el Congreso -anunció-. Es una cueva de ladrones, un nido de víboras y ratas. Hay que fumigarla.
Esa propuesta provocó un masivo entusiasmo popular y un fuerte subidón en las encuestas de intención de voto, aunque los juristas repudiaron el plan de Juan Pérez, diciendo que vulneraría la Constitución.
-Hay que cambiar la Constitución -sentenció Pérez-. Hay que reescribirla. Hay que hacerla cortita y sencilla. No más de diez o doce páginas. Con fotos.
-¿Y quién escribiría la nueva Constitución? -le preguntaron, azorados, los reporteros.
-Yo mismo -respondió con candor Juan Pérez-. Yo la escribiré y mi madre la corregirá.
-¿Será usted un dictador, señor Pérez? -le preguntaron.
-No, qué ocurrencia -respondió Pérez-. Seré un humilde servidor de la nación. Trabajaré sin descanso para que los pobres vivan mejor.
-¿Cuánto tiempo aspira a ser presidente, señor Pérez?
-Todo el tiempo que me lo pida el pueblo. Todo el tiempo que Dios me lo permita.
-Pero usted decía que era agnóstico cuando tenía su programa de televisión.
-Estaba confundido. Ahora he vuelto a creer en Dios, me he reconciliado con Dios. Mi madre me ha ayudado muchísimo. Es un pequeño milagro.
Convertidos en un fenómeno electoral, sin siquiera viajar a provincias porque debido a la pandemia no había vuelos domésticos y no querían gastar dinero alquilando un avión privado, paseándose tan orondos por las televisoras, conquistando a la gente con un discurso humilde y sensible a los más necesitados, Juan Pérez y su madre Victoria arrasaron el día de los comicios y llegaron al poder. Estaban eufóricos, no así la esposa de Pérez, María, quien se negaba a conceder entrevistas y amenazaba con pedirle el divorcio a Juan y marcharse al exilio.
El día en que los Pérez se juramentaron como presidente y vicepresidenta, tomaron varias decisiones históricas: anunciaron el cierre del Congreso en forma indefinida; clausuraron y sacaron del aire al canal de televisión que meses atrás había despedido a Juan Pérez; mandaron arrestar y meter en un calabozo al dueño de ese canal, acusándolo de no pagar impuestos; y anunciaron que todos los días publicarían en Facebook e Instagram un capítulo de la nueva Constitución, que madre e hijo ya estaban escribiendo a cuatro manos. El pueblo llano aprobó con entusiasmo, de modo inequívoco, el cierre del Congreso, el cierre del canal que humilló al presidente Pérez y la nueva Constitución “con fotos”, precisó Pérez, que saldría día a día, por entregas, para mantener vivo un clima de intriga y suspenso, por Facebook e Instagram.
Como el tráfico al centro de la ciudad era espeso y a ratos infranqueable, Juan Pérez estatizó un hotel de lujo y lo convirtió en la nueva casa de gobierno, al tiempo que decretó que el antiguo palacio del pueblo fuese ahora un museo abierto a todo público, en el que los visitantes pudiesen aliviarse y refrescarse en los lavabos presidenciales. También ordenó la compra de un avión presidencial de lujo y varios helicópteros ultramodernos. Ahora Pérez ya no dormía en su casa, sino en la suite presidencial del hotel confiscado, aunque su esposa María se negaba a acompañarlo y procuraba verlo lo menos posible. Victoria Pérez, la octogenaria vicepresidenta, siguió durmiendo en su casona de un barrio noble, pero pasaba la mayor parte del día en el hotel expropiado, despachando con su hijo, el jefe del Estado.
Madre e hijo tomaron algunas medidas en verdad sorprendentes: Juan Pérez ordenó que todos sus ministros le hablasen en inglés, no en español, y asimismo decretó que en todas las escuelas públicas se diesen clases en inglés, no en español, y que el canal público de televisión pasara telediarios en inglés, no en español; entretanto, Victoria Pérez ordenó que la vida de las ciudades, los pueblos, los villorrios y los caseríos se paralizase a mediodía para que todos, incluyendo a los ateos y los agnósticos, se abocasen a rezar el ángelus, y obligó a los canales privados de televisión a transmitir la santa misa por la mañana, la tarde y la noche. No contenta con eso, Victoria Pérez exigió que el telediario de las mañanas del canal oficial diese las noticias en latín primero y en italiano después, y fue bastante arduo encontrar a un locutor que hablase latín fluido, hubo que traerlo desde Roma.
Para vengarse del dueño del canal de televisión, al que había arrestado y encarcelado, Juan Pérez ordenó que le diesen cadena perpetua, reabrió el canal y volvió a tener su programa, todos los domingos por la noche, dos horas, a veces hasta tres, hablando en vivo, improvisando, que era lo que más le gustaba hacer a Pérez: improvisar, ir tanteando, adaptarse al caos, flotar como un corcho insumergible. Ahora soy presidente de la nación y he vuelto a tener mi programa, se dijo Juan Pérez, el gran improvisador, desbordado de felicidad.
La nueva Constitución escrita por Pérez y su madre liquidó para siempre al Congreso, estableció que Pérez podía ser reelegido indefinidamente, fijó el inglés como lengua oficial de la patria y el dólar como moneda única de cambio, decretó que Pérez nombraría a dedo a todos los jueces supremos e instauró la anarquía o el caos feliz como el sistema institucional imperante. Las fotos que ilustraron la nueva Constitución abreviada fueron recortadas de las revistas National Geographic y Hola, poniendo énfasis en los arcoíris, las puestas de sol y los océanos turquesas, transparentes, como símbolos de la felicidad.
Como Juan Pérez permanecía en pijama y pantuflas hasta el mediodía, paseándose por el hotel confiscado con la elegancia de un príncipe en el exilio, prohibió toda actividad oficial antes de mediodía, para así descansar a sus anchas durante la mañana. En caso de urgencia, su madre Victoria, que madrugaba a las seis, despachaba por él.
Una noche, improvisando, Juan Pérez visitó en prisión al ex dueño del canal de televisión, quien, al echarlo de un modo fulminante, sin permitirle despedirse de su audiencia, lo lanzó a la política y al poder. El empresario le rogó compasión, perdón, libertad. Pérez se apiadó de él y lo puso en libertad, con una condición: que limpiase los baños del hotel donde vivía. Fue así como Juan Pérez pasó de ser periodista estelar a dictador vitalicio y su peor enemigo de magnate de la televisión a lavador de inodoros.
-No debiste despedirme -le dijo Juan Pérez, cuando lo vio de rodillas, limpiando afanosamente un inodoro.
-A sus órdenes, mi presidente -le dijo el ex dueño del canal de televisión.
Publicado: agosto 24 de 2020