La medida de aseguramiento abiertamente arbitraria y carente de sustento que fue decretada en contra del presidente Álvaro Uribe Vélez es un preocupante atentado contra el Estado de Derecho.
A lo largo del expediente contra el exmandatario colombiano no se halla una sola prueba en su contra. En el paquete integrado por más de 23 mil interceptaciones que ilegalmente le hizo la corte suprema, no se encuentra una sola conversación o comentario realizado por el presidente Uribe que permita inferir algún comportamiento irregular de parte suya.
Desde hace más de 10 años, un sector de la justicia se trazó el objetivo de llevar a Uribe a la cárcel. Era una venganza criminal en respuesta a las denuncias sobre corrupción en las altas cortes. El país debe recordar que en el gobierno de Álvaro Uribe se denunció el maridaje de algunos magistrados con la mafia, hecho que desató la ira de quienes resultaron salpicados por aquel señalamiento.
Nadie puede soslayar la gravedad de lo que significa la prisión domiciliaria decretada en contra del expresidente y senador. Los que hoy celebran con alborozo la arbitrariedad cometida por la corte suprema, deberían medir su emoción porque en el futuro ellos pueden ser víctimas de una atrocidad semejante.
Durante más de 40 años, Colombia ha intentado sacar adelante una reforma a la justicia a través del congreso. Todos los gobiernos, desde el Frente Nacional, han intentado alcanzar una concertación con las altas cortes para efectos de introducir los cambios que requiere la rama jurisdiccional.
No hay tiempo que perder. El uribismo, desde su campaña presidencial de 2014 viene hablando de la necesidad inaplazable de reformar estructural y definitivamente a la administración de justicia del país, empezando por el establecimiento de una sola corte con distintas salas, para acabar de una vez y para siempre con el dañino choque de trenes y la inseguridad jurídica.
En esto no podemos llamarnos a engaños. Las decisiones que se adopten deben ser lo más eficaces posibles.
Plantear una reforma a la justicia tramitada por el Congreso y cuyo contenido sea negociado con las altas cortes, es un saludo a la bandera que en ningún caso puede ni debe ser admitido por el Centro Democrático.
Vastos sectores del uribismo han expresado su malestar con el presidente Duque. Para muchos, resulta difícil de entender que en un gobierno aparentemente uribista el presidente Álvaro Uribe haya sido cobijado por una medida de aseguramiento. Los amigos de la corrección política, se apresurarán a decir que el Ejecutivo no tiene injerencia alguna en las decisiones de la justicia, lo cual es cierto. Pero no es menos cierto que cuando Duque llegó al poder, la rama judicial ya estaba irremediablemente podrida.
El expresidente de la corte, Leonidas Bustos, cabecilla del denominado cartel de la toga había emprendido la fuga, mientras que algunos de sus compañeros de fechorías como Gustavo Malo, se encontraban a buen recaudo del INPEC.
Así mismo, el Palacio de Justicia estaba convertido en un cuartel desde el que se trazaban brutales persecuciones como la del exministro Diego Palacio a quien condenaron “por razones políticas”, tal y como pudo constatarse en una grabación que en su momento fue ampliamente difundida.
Las Asambleas Constituyentes se hacen necesarias en momentos críticos. Son herramientas con las que cuentan las sociedades para introducir cambios estructurales en aras de salvaguardar -en este caso recuperar- la salud de la República.
Conviene entonces convocar a un gran pacto político del que hagan parte los partidos que integran a la coalición de gobierno para efectos de aprobar la ley que permita el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente en la que el pueblo, a través de sus delegatarios, haga los cambios que sean menester para salvar al Estado de Derecho.
Publicado: agosto 5 de 2020
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