Según información reciente de «El Nuevo Siglo», la Constitución de 1991 ha sufrido durante sus 29 años de vigencia 53 modificaciones.
Me pregunta mi apreciado amigo William Calderón cuáles han sido, mi juicio, las reformas más significativas.
Para dar respuesta a la pregunta, tendría que diferenciar las reformas que han contribuido a mejorarla y las que la han deteriorado. Pero esto entraña unos juicios de valor que podrían abrir discusiones interminables.
Yo parto de la base de que contamos con una mala Constitución repleta de textos declamatorios que ofrecen una sociedad perfecta, pero tan alejada de la dura realidad que se vive en Colombia, que puede considerársela, según lo sostuve desde un principio, como una casa en el aire. Es, ni más ni menos, la Constitución de Escalona.
Los intentos de mejorarla tropiezan con una doctrina abusiva y en el fondo prevaricadora de la Corte Constitucional acerca de la distinción entre reformar la Constitución y sustituirla. Esa distinción arbitraria no está consagrada en el texto constitucional y carece de rigor lógico, pero la Corte Constitucional la esgrime para impedir que se introduzcan modificaciones que no le gustan.
Según su parecer, todo lo que conlleve modificación de lo que ella considera que es el espíritu de la Constitución solo puede decidirse por una asamblea constituyente elegida popularmente con ese propósito, lo que en el fondo dificulta enormemente toda aspiración que pretenda ajustar el ordenamiento constitucional a las realidades del país.
Si se pasa revista a las 53 modificaciones que menciona el artículo de «El Nuevo Siglo», se encontrará que muchas de ellas tocan con asuntos de detalle que no afectan severamente la estructura de nuestro estatuto fundamental. Pero hay algunas que merecen destacarse por sus consecuencias políticas.
Por ejemplo, lo concerniente a la reelección presidencial. Durante el primer período presidencial de Uribe Vélez el Congreso aprobó que se lo pudiera reelegir, como en efecto ocurrió, mediante la reforma de lo que alguno llamó despectivamente un «articulito» de la Constitución. No era una reforma cualquiera, sino algo de gran envergadura que permitió que Uribe pudiera consolidar en buena medida sus programas en beneficio del país, aunque no lo logró en el principal de ellos, la consolidación de la seguridad democrática. La Corte Constitucional impidió una segunda reelección y su sucesor, Santos, se benefició para mal de Colombia de esa figura, que durante su mandato quedó prohibida para el futuro. Si la reelección de Uribe fue positiva para Colombia, la de Santos acarreó el desastre que estamos padeciendo hoy.
Un segundo tema significativo es el de la extradición. El Congreso de 1989 frustró la ambiciosa reforma constitucional que había promovido el gobierno de Barco, al introducir a última hora una peligrosísima iniciativa consistente en convocar al pueblo para que mediante plebiscito se pronunciara sobre la extradición de nacionales. Ello condujo a pensar que el Congreso no era el órgano adecuado para modificar a fondo la Constitución de 1886 y, en consecuencia, no habría otra salida para ello que la de la asamblea constituyente. Pero tras esta iniciativa mediaba un acuerdo implícito con los carteles del narcotráfico para que dicha asamblea prohibiera la extradición de nacionales, como en efecto aconteció. Eso fue vergonzoso, como lo fue después la elección presidencial de Ernesto Samper con fondos del Cartel de Cali. Pues bien, Samper no pudo soportar la presión norteamericana para que se derogara esa prohibición, así fuese hacia el futuro.
La Constitución creó una flamante Comisión Nacional de Televisión que con el tiempo mostró sus inconvenientes y tuvo que ser suprimida mediante acto legislativo. Mejor suerte corrió el Consejo Superior de la Judicatura, que no obstante haber sido suprimido por el Acto Legislativo No. 2 de 2015, revivió por obra y gracia del fallo de la Corte Constitucional, que dispuso que las modificaciones sustanciales que en torno de la administración de justicia introdujo dicho Acto Legislativo iban contra el espíritu de la Constitución en lo atinente a la autonomía de la Rama Judicial.
Los Actos Legislativos 1 de 2003 y 1 de 2009 introdujeron modificaciones muy discutibles en lo tocante a los regímenes de elecciones y partidos políticos. La más cuestionable se refiere al voto preferente que hace que los integrantes de las listas para corporaciones públicas se enfrenten entre sí, poniendo en peligro la unidad interna de las partidos y dando lugar a fenómenos de corrupción electoral.
El Acto Legislativo No. 3 de 2002 recortó poderes exorbitantes que se habían adjudicado a la Fiscalía General de la Nación, para someterla entonces al control judicial. Fue una buena reforma, pero el tema de fondo versa sobre el engendro mismo de ese organismo, que se impuso entre nosotros por la presión norteamericana. Dice Fernando Londoño Hoyos que sólo salva la gestión de un fiscal, Luis Camilo Osorio. Por mi parte, yo sólo salvo la de Alfonso Valdivieso, que libró una batalla ejemplar contra la narcopolítica.
Para terminar, recuerdo que Raimundo Emiliani Román, con su gracia cartagenera, hablaba de los «infusorios» que pululan en la Constitución. Se trata de palabrejas a las que podría dárseles alcances verdaderamente demoledores si se pretendiera dotarlas de sentido práctico. Agréguese a ello las ranas venenosas o sapos indigeribles que contiene el NAF, elevado por arte de bibibirloque a la categoría de estatuto supraconstitucional, no obstante el rechazo que le propinó la ciudadanía colombiana el 2 de octubre de 2016.
Insisto, en fin, en que Colombia es hoy un país prácticamente ingobernable, debido en buena parte a la deficiente Constitución de 1991, que de hecho ha dejado de regir en vastas porciones de su territorio, que están sometidas, ni más ni menos, a la ley de la selva. Y en donde aparentemente rige, lo que resta de ella es un cascarón que encubre la ominosa dictadura de los jueces.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 16 2020
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