Lo que no ha logrado la oposición al régimen de Nicolás Maduro, ni la presión del Gobierno de los Estados Unidos, ni el querer mayoritario de los venezolanos, al parecer lo está logrando la pandemia del Covid-19 que ha puesto al descubierto el abandono y la ruina del sistema de salud de Venezuela, agotando la paciencia y exacerbando los ánimos de una nación condenada a la miseria y postrada ante la intimidación y la fuerza.
Luego de 21 años de haber llegado al poder el mal llamado Socialismo del Siglo XXI, el más funesto, regresivo y retardatario populismo comunista contemporáneo, pareciera que el pueblo venezolano empieza a recuperar la sensatez, la racionalidad y el buen juicio en medio de la pandemia y la emergencia sanitaria que se afronta en todo el mundo.
En 1998 el tropero y mesiánico Hugo Chávez asumió el poder bajo el señuelo de cambiar las costumbres corruptas de una nación acostumbrada a la abundancia, la solvencia y la suficiencia, fruto del capricho de la naturaleza, y no de la educación, el empeño y el esfuerzo. Para ese entonces, el mayor orgullo de Venezuela era disponer de las mayores reservas petroleras del mundo, no de ser la nación más educada, culta y sostenible.
A la Venezuela de los años 70, 80 y 90 le sobraba riqueza, pero le faltaba educación, y salvo en exiguos grupos de inmigrantes y de oligarquías nativas, la educación de la que se disponía era francamente precaria. No en vano en el hemisferio se le veía como una nación muy rica pero inculta. El país de Bolívar padecía el problema consuetudinario que padecen los nuevos ricos, se distraen en el consumo suntuario de la riqueza, más no en educarse para saberla mantener y multiplicar.
Después de 21 años de gobierno del contubernio Chávez/Maduro, los resultados del régimen sobrecogen y deprimen. El populismo rampante de este par de obtusos gobernantes tan solo ha logrado devastar y pauperizar por completo el país y condenar a sus ciudadanos la más vergonzante miseria, indigencia y humillación.
Hoy Venezuela, afronta quizás la mayor crisis que pueda haber padecido una nación occidental alguna. El desabastecimiento, la insalubridad, la hambruna, la miseria, la inseguridad, la hiperinflación y el éxodo masivo de sus nacionales, evidencian los daños inestimables causados por un puñado de solapados bandidos disfrazados de rojo, que se entronizaron en el poder de lo que era una perfectible democracia para convertirla en un feudo en el que reina la más torpe y disparatada dictadura.
Para medir los estragos causados por el Chavismo, tan solo basta repasar las estadísticas de fuentes neutrales para advertir, que cuando Chávez asumió el poder la pobreza afectaba al 43,9% de los venezolanos, hoy al 80%.
Qué irónico resulta recordar, qué cuando el teniente coronel golpista asumió el poder, prometió cambiarse el nombre si al final de su mandato había un solo niño en la calle; hoy son centenares de miles de niños venezolanos que sobreviven con la basura de las calles.
Qué experiencia más aciaga y amarga, y qué desengaño para algunos ingenuos e incautos que insisten en creer, que el populismo comunista resuelve los problemas propios que causa el progreso y el desarrollo, y destierra la corrupción. La historia no conoce mayor despliegue de indelicadezas, abusos y corrupción, que el de los regímenes totalitarios y comunistas, y el de Chávez y Maduro así lo ratifica.
Ante este sombrío panorama, resulta vergonzoso el silencio cómplice de algunos gobernantes del hemisferio ante los desmanes del régimen venezolano, y peor aún, la falta de intervención de la débil y apocada Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones para los Derechos Humanos, quien está en mora de renunciar ante el genocidio que vive Venezuela y las tropelías de otras dictaduras en el mundo.
No se debe olvidar, que el repudiado expresidente de Colombia, Juan Manuel Santos, en clara demostración de servilismo con el sucesor de su “nuevo y mejor amigo” el difunto Hugo Chávez, ofreció promover un diálogo entre el régimen dictatorial de Nicolás Maduro y los líderes de la mancillada oposición venezolana para restablecer la gobernabilidad del país, pero cuando advirtió que las protestas no eran pasajeras, se retractó.
El expresidente Santos nunca dejará de ser hábil por ondulante, sinuoso y utilitarista. Lo mismo que Santos, hicieron los cínicos y desvergonzados Ernesto Samper Pizano y José Luis Rodríguez Zapatero, obsecuentes defensores y espadachines de la dictadura venezolana. Por su parte, el narcoterrorista colombiano Iván Márquez decía: «Venezuela es un ejemplo a seguir«.
Para no quedarnos solo en el análisis de las nefastas secuelas que deja el régimen que Nicolás Maduro heredó de Chávez, revisemos las razones por las cuales el populismo se tomó a Venezuela y a varias naciones del hemisferio, entre ellas, Bolivia, Argentina, Nicaragua y Ecuador, y de no reaccionar pronto, a Colombia le podría pasar igual.
A lo largo de la historia, el populismo ha sido una alternativa contestataria provocada por la exclusión social y la incapacidad de los Estados para resolver las demandas de las mayorías ciudadanas. Su presencia es reacción consecuente a la incapacidad de los gobiernos para enfrentar y afrontar el origen de los problemas. El populismo es inmanente al subdesarrollo, el que por antonomasia es la falta de educación, la indisciplina, la ausencia de políticas de planificación demográfica en los sectores marginados y la corrupción.
Tradicionalmente y salvo contadas excepciones, los gobiernos latinoamericanos ejercidos por partidos políticos tradicionales, antes que prospectar modelos de desarrollo sostenible, se ocuparon de perpetuar un statu quo tan sólo bueno para aumentar los privilegios de las minorías en desmedro de las mayorías, concentrar la riqueza y masificar la pobreza.
Gobernantes apoltronados en los privilegios del poder y seducidos por el halago económico de los círculos dominantes, pronto olvidaron que la razón de ser del Estado es el progreso, y que este no es otro que la satisfacción de las necesidades de la población y el aumento de su capacidad de compra. En cambio, los electores nunca olvidan que el mandato que otorgan a sus gobernantes sólo se legitima con la atención efectiva de sus demandas y que éstas no desaparecen con paliativos repentistas que sólo logran distraer temporalmente la confianza.
La corrupción y el abuso del poder nutren la inconformidad y la desesperanza, y crean condiciones propicias para la irrupción de propuestas alternativas que prometen agenciar fielmente los intereses populares. El auge populista evidencia la derrota de la política tradicional como instrumento de transformación y cambio, y de su incapacidad para resolver los desafíos sociales y económicos que plantea el desarrollo.
Algunos círculos de la sociedad que padecen de miopía invencible se resisten a aceptar, que las mayorías son las que legitiman la democracia y que esas mayorías las conforman los sectores más pobres y vulnerables. En respuesta a esta deliberada ceguera, la demagogia populista promete devolver ilusiones perdidas a los que nada tienen o nada esperan recibir de una sociedad en la que gradualmente aumenta la desigualdad.
Cuando el populismo llega al poder se afinca en la gratitud que despierta el asistencialismo, las subvenciones y los subsidios que prodiga, lo que termina fletando conciencias, neutralizando críticos y amistando adversarios, y con ello, promoviendo unanimismo y descalificando disensos.
De la práctica rampante de populismo demagógico da buena cuenta, la entelequia del Socialismo del Siglo XXI que, valiéndose de dádivas logró arrendar la conciencia de muchos y construir consensos por utilitarismo y conveniencia. La carencia de una política económica sostenible y la adopción de decisiones intempestivas e irreflexivas financiadas de manera irresponsable con la riqueza petrolera, terminaron develando la incapacidad y el totalitarismo mesiánico de un coronel enajenado por el resentimiento, el revanchismo y la frustración.
Al igual que Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega, Rafael Correa y Cristina Fernández de Kirshner, supieron aprovechar los desafueros de los gobernantes que los antecedieron, y fungiendo de libertarios y justicialistas, promovieron en la opinión pública consenso y obsecuencia en favor de sus regímenes, mediante la financiación de carteles servilistas que condicionan su lealtad al recibo de caras prebendas estatales.
Tras la muerte de Chávez, Venezuela tuvo la oportunidad de revertir su destino, pero la pasión pudo más que la razón. Los venezolanos siguieron embriagados bajo los efectos del populismo y el facilismo propio de la falta de educación los consumió.
La riqueza del petróleo pudo haber hecho de Venezuela una de las naciones más educadas y desarrolladas del mundo; sin embargo, hoy es una de las más caóticas, anárquicas y pobres. Es claro, qué en Venezuela, como en toda América Latina, la pasión vence a la razón y la ciencia pierde con la ideología.
Pero como siempre sucede, toda aventura populista llega a su fin y la sociedad desengañada termina retomando el camino de la cordura. Ojalá que la amarga experiencia venezolana, ayude a preparar verdaderos líderes y estadistas capaces de modificar el rumbo del hemisferio.
Entre tanto, las movilizaciones de inconformidad en Venezuela vienen aumentando la represión en Cuba. La dictadura castrista teme que el desplome del fallido Socialismo del Siglo XXI termine sepultando al desvencijado Comunismo del Siglo XX.
Que nadie se extrañe que el estruendoso fracaso de la aventura chavista termine germinando la semilla reprimida de la libertad en Cuba. Que irónico sería, qué el enajenado Chávez termine siendo involuntariamente el nuevo libertador de Cuba.
De lograr Venezuela su regreso a la democracia, lo primero que debe hacer, es recuperar su nombre y abolir el calificativo populista de república bolivariana, lo que solo evoca fracaso, miseria y desolación.
Dios salve a Venezuela y le de valor y coraje a su pueblo para recuperar su democracia.
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*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico, Asesor Corporativo y Litigante. Conjuez. Árbitro. Profesor Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.
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