El próximo 7 de agosto se cumplirán dos años de gobierno de Iván Duque. De acuerdo con una inveterada tradición colombiana, a partir de esa fecha se considerará que tendrá el sol a sus espaldas, lo cual significa que la opinión tendrá su vista puesta en quien esté llamado a reemplazarlo y ya poco margen de acción tendrá el mandatario para incoar nuevas iniciativas.
No emitiré juicio sobre la gestión de Duque, pues desde el principio señalé las dificultades casi insalvables de su gobernabilidad.
Es posible que ningún presidente de Colombia haya tenido que afrontar situaciones tan difíciles como las que le han tocado a Duque.
Hay que decirlo con entera claridad: Colombia está al borde del colapso. Hay un cúmulo de circunstancias desfavorables que conspiran en contra suya. Son de todos conocidas y no es el caso de relacionarlas una por una.
La peor, a mi juicio, es la crisis de su dirigencia, que parece no haberse enterado de la gravedad de la situación, ni de la necesidad de aunar esfuerzos para afrontarla.
La pandemia se manejará de distintas maneras, unas acertadas, otras regulares y otras inconvenientes, pero es de esperar que tarde o temprano se atempere. Lo más grave radica en sus consecuencias económicas y sociales, cuyo inventario ya se ha elaborado por los analistas. No hay que fungir de profetas de desastres para aceptar que se avecinan tiempos aciagos desde todo punto de vista.
Esa crisis sanitaria aparece y se desarrolla en medio de un contexto azaroso a más no poder, dominado por la fatídica herencia de un acuerdo de paz fallido que nos dejó Santos, quien no tuvo la inteligencia de convenir soluciones adecuadas para el caso de que las Farc lo incumplieran. El resultado estriba en que el país está sometido a un acuerdo gravosísimo desde todo punto de vista, al tiempo que ocupa el primer lugar en el mundo en producción de cocaína, la economía registra pérfida dependencia de esa droga maldita y vastas regiones están bajo el control de inclementes grupos criminales.
No cabe duda: Colombia es hoy un país ingobernable y, si no media algún giro positivo inesperado, es de esperar que en las próximas elecciones caiga en poder de unos políticos izquierdistas que se caracterizan por su ignorancia, su garrulería, su cinismo y su falta de sentido de la realidad.
La izquierda no es de suyo rechazable. Pero la nuestra infunde desconfianza, no solo por su propensión a la violencia, sino por los desastrosos modelos en que se inspira. Tiene uno qué estar muy desenfocado si propone que los ejemplos que nos conviene seguir son los de Cuba y Venezuela. Hay que agregar que a un populismo desaforado se liga otro desaforado gusto por la corrupción.
Así a los que controlan los medios les desagrade tocar las propuestas del Centro Democrático, hay que admitir que ellas trazan líneas sobre las que podría llegarse a grandes acuerdos: Estado austero, restablecimiento de la autoridad, seguridad ciudadana, garantía de los derechos, confianza inversionista, solidaridad social, transparencia en el gasto público, contacto permanente con las comunidades para captar sus demandas y atenderlas con solicitud, etc.
Tal como lo advierte el Evangelio, hay que guardarse de falsos profetas, unos que como Petro son lobos con piel de lobo, y otros que como Fajardo son, según dijo Churchill de Attlee, «ovejas con piel de oveja».
Reitero que lo más inquietante de esta crisis es la ausencia de un liderazgo que convoque a las fuerzas vivas a ponerse de acuerdo sobre las soluciones que se requieren, así conlleven sacrificios para muchos. Si cada uno quiere sacar partido para salvarse a sí mismo, vendrá la debacle para todos.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 7 de 2020
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