El venado se detuvo, distraído, a unos cien metros de distancia.
-¡Dispara! -le ordenó James Barclays, cazador de animales, a su hijo Jimmy, de once años.
Jimmy apuntó, vio al venado en la mira telescópica, colocó su dedo en el gatillo, respiró profundamente.
-¡Dispara, carajo! -le dijo su padre-. ¡Se va a escapar!
Jimmy contempló arrobado la delicada belleza del animal, su gracia inofensiva, su aparente bondad. ¿Por qué debía matarlo, si era bello y no amenazaba a nadie? ¿Por qué debía ensañarse con ese ciervo indefenso?
Al ver que su hijo no atinaba a disparar, James Barclays se impacientó y apuntó con su rifle a ese venado sin cuernos, pero entonces Jimmy se apuró en disparar, apuntando deliberadamente a varios metros del ciervo. Falló. Quería fallar. El venado escapó. Jimmy le salvó la vida.
-¡Si serás huevón! -le dijo su padre, ofuscado-. ¡No sabes disparar! ¡Pareces una señorita!
Vestidos en ropa de camuflaje, como si fueran a la guerra, llevaban horas escondidos entre la maleza, esperando a un venado, a un puma. Llevaban días en ese coto de caza, recorriéndolo a lomo de mula, bebiendo agua de la cantimplora, agua y vodka en el caso del señor Barclays. Se montaron a horcajadas en las mulas y se dirigieron hasta la laguna. Allí se dieron un chapuzón en calzoncillos y luego el señor Barclays sacó una escopeta y empezó a disparar a las palomas, matando decenas de ellas, mientras su hijo lo miraba con pavor: ¿por qué mi padre necesita matar animales para ser feliz? Las palomas caían zigzagueando, desplumadas, y el señor Barclays continuaba haciendo una escabechina de ellas.
No era la primera vez, ni sería la última, que Jimmy Barclays veía a su padre matando aves con la determinación de un matarife: en la casa de campo donde vivían, una hacienda a una hora en auto desde la ciudad, el señor Barclays llevaba siempre una pistola y hasta dos en la cintura, y a veces veía a un colibrí, a un picaflor, mientras bebía sus tragos en la terraza o el jardín, y enseguida, sin pensarlo, desenfundaba su arma de fuego y le disparaba, a menudo matándolo, pues tenía muy buena puntería. Aterrado de su padre, el niño Jimmy se preguntaba: ¿Por qué necesita matar al colibrí, al picaflor? ¿Por qué se siente bien cuando aniquila o destruye la belleza? ¿Por qué es incapaz de apreciar la belleza?
Entretanto, la señora Dorita Barclays, esposa del señor James, madre del niño Jimmy, rezaba, lloraba a escondidas y quedaba embarazada cada año y medio. Su marido era cruel y abusivo con ella. James Barclays era una bestia indomable y su esposa Dorita era un colibrí que no podía volar.
Como la casa hacienda era tan grande, a veces entraban perros callejeros, o perros sueltos de los vecinos, a olisquear los corrales donde el señor Barclays criaba gallinas, patos, pavos y gallos de pelea. Entonces el señor Barclays se daba un festín de sangre canina: sacaba sus armas largas, apuntaba a los perros intrusos y los destripaba a balazos. El niño Jimmy sufría cuando su padre mataba aquellos perros inocentes. ¿Por qué tiene que matarlos, cuando bastaría con espantarlos? ¿Por qué goza tanto matando, matando, matando? ¿Es mi padre un hombre malo, un hombre sádico, cruel, sanguinario? ¿Es un hijo de puta, un miserable? ¿Soy el hijo de un miserable?
Luego el niño Jimmy Barclays y el jardinero tenían que enterrar a los perros despanzurrados por el señor Barclays. A menudo Jimmy se encontraba llorando, al tiempo que los enterraba, pero hacía un esfuerzo por disimular las lágrimas, no quería parecer un niño demasiado delicado o sensible a los ojos del jardinero, a quien ciertamente quería más que a su padre biológico.
Cada cierto tiempo el señor Barclays llevaba a su hijo Jimmy a clubes de tiro, a practicar disparando contra blancos móviles, y Jimmy sufría con el estruendo de los disparos y la obstinación de su padre en perforar agujeros no en el pecho, sino en la cabeza de aquellos blancos que simulaban figuras humanas. Cada cierto tiempo el señor Barclays llevaba a su hijo de cacería y lo obligaba a matar palomas, iguanas, patos y lagartijas, y Jimmy no se atrevía a decirle que sufría matando a todas esas criaturas inermes a las que no veía como enemigas.
Cuando Jimmy Barclays, el hijo mayor, cumplió trece años, su padre decidió que debía convertirlo en un hombrecito y lo llevó al burdel más exclusivo de la ciudad, donde las prostitutas eran todas o casi todas extranjeras. Por supuesto, la señora Dorita, madre del niño, no se enteró de aquella expedición prostibularia, pues su esposo le mintió, le dijo que irían al cine. Al llegar al burdel, el niño Jimmy se sorprendió al ver que a su padre lo saludaban con auténtico cariño, por lo visto todas las chicas y la regenta lo conocían y apreciaban, lo mismo que los jóvenes que servían las copas en el bar. El señor Barclays pidió una cerveza helada para su hijo Jimmy, quien de pronto se sentía un venado frágil e indefenso, un ciervo a punto de ser cazado, y quería escapar a toda prisa de allí. Pero ya era tarde, ya los dados caprichosos del destino habían sido arrojados, ya la suerte del niño Jimmy estaba sellada. Su padre llamó a una mujer en sus treintas, guapa, en bikini y una bata transparente, una argentina, Lola su nombre de guerra, y le pidió que inaugurase la hombría de su hijo mayor, al tiempo que deslizaba un billete grande en el elástico que sujetaba al bikini en la cintura. Lola sonrió al señor, sonrió al niño, tomó al niño de la mano y lo llevó a una habitación de luces tenues, pálidas, rojizas.
-¡Cháncala duro y parejo! -le dijo a Jimmy su padre, con una sonrisa cínica.
Así como el niño Jimmy Barclays no había sido capaz de apretar el gatillo y matar al venado unos años atrás, aquella tarde en el burdel tampoco fue capaz de estar a la altura de las expectativas de su padre: aunque lo intentó, cerrando los ojos y pensando en una prima que le gustaba, no fue capaz de producir una mínima tensión erótica, fracasando en toda la línea con la prostituta argentina, quien se cansó de estimularlo, a ver si obraba el milagro y el chico despertaba por fin del rígido estupor que lo pasmaba. Pues no: Jimmy estaba asustado, tembloroso, abochornado de sí mismo, y una vez más fracasó a los ojos de su padre. Aunque la meretriz argentina le prometió a Jimmy que no le diría la verdad al señor Barclays, mintió. Cuando se sentó a beber un trago con el señor Barclays, a quien trataba como un amigo, le dijo:
-No pudo. Se asustó. No se le paró. Es muy cachorrito.
El regreso a la casa, una hora en auto, ya de noche, instaló entre el padre y su hijo un silencio tan tenso y filudo que Jimmy pensó que su padre iba a matarlo a tiros, por comportarse como un colibrí cuando debió portarse como un lobo hambriento. Pero Jimmy no podía ser un lobo, un puma, un león. Era el colibrí o el picaflor que cada tanto su padre mataba a tiros, celebrando su buena puntería.
El día que Jimmy Barclays cumplió quince años, su padre le regaló un revolver usado, calibre treinta y ocho, y dos cajas de balas. Jimmy se juró en silencio no matar nunca un colibrí, una paloma, un perro intruso. Solo mataría a las ratas que se metían en los corrales a comerse a los pollos y los patos recién nacidos. Pero nunca pudo matar una rata. Salían de noche a consumar sus rapiñas, cuando Jimmy dormía.
Tan pronto como pudo, Jimmy se alejó de su padre y se marchó a vivir en la ciudad. Tenía miedo físico a su padre, miedo a sus insultos, miedo a los correazos que le daba en el trasero.
Cuando publicó sus primeras columnas en el periódico, su padre le dijo que escribía de una manera relamida, afectada. Cuando entró en la universidad, su padre no lo felicitó. Cuando comenzó a salir en televisión, su padre le dijo:
-¿No te da vergüenza que te maquillen, como si fueras una cabaretera?
Cuando publicó su primera novela, su padre le dijo:
-Eres la desgracia de esta familia. Has arruinado mi apellido, mi reputación.
Jimmy Barclays comprendió que debía alejarse físicamente de su padre para respirar con una cierta tranquilidad. Se alejó cuatro mil kilómetros, cinco horas de vuelo en avión. No por eso dejó de recordarlo obsesivamente. No por eso dejó de odiarlo.
Aunque hizo todo lo posible para ser lo contrario de su padre, a veces Jimmy se encontraba, en su casa en el trópico, arrojándoles cocos a las lagartijas, echándole agua al gato del vecino, y luego sentía vergüenza de sí mismo, porque pensaba:
-He terminado pareciéndome a mi padre.
Extrañamente, Jimmy Barclays tenía dos pistolas en la caja fuerte de su casa, una de ellas la que le obsequió su padre cuando cumplió quince años. Una tarde de julio, día festivo en el país donde vivía, Jimmy Barclays salió al balcón de su casa y disparó seis tiros seguidos a la piscina, confundiendo el estrépito de las balas con el inconstante fragor de los fuegos artificiales. Luego entró en la piscina y buceó hasta encontrar las balas achatadas.
Ahora, ya muerto su padre, la casa de Jimmy Barclays parece un zoológico: convive con un perro al que ama como si fuera su hijo biológico y al que corresponde los besos a lengüetazos, alimenta al gato del vecino y recoge a gatos abandonados en el parqueo del canal de televisión donde trabaja, da de comer maníes y nueces a las tres ardillas que lo esperan al pie de uno de los árboles de su jardín y se pelean entre ellas con un curioso egoísmo, deja comida para las lagartijas y las iguanas, tiene un loro procaz, una tortuga invisible y dos conejos blancos que remolonean alrededor de la piscina. Se niega a pisar a esa hormiga, a esa araña, a esa cucaracha.
-No quiero ser el hombre que mata animales -se dice a sí mismo-. Soy el hombre que no pudo matar al venado, que no pudo montarse a la puta, que no pudo ser como su padre.
Publicado: julio 20 de 2020
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