Hace años, el entonces presidente Mitterrand se refirió a la confrontación de sus dos rivales de la derecha como una elección entre el hambre y la peste.
Estos dos flagelos azotaban a menudo a las sociedades tradicionales.
Las malas cosechas, la rudeza de las estaciones o las plagas eran causa de hambrunas, que en el siglo XX se vieron conjuradas por el progreso técnico y las políticas sociales. La centuria pasada las padeció en la Unión Soviética, la China de Mao, la Cuba finisecular y el África dominada por los comunistas, por lo que el Premio Nobel de Economía Amartya Sen consideró como déficits democráticos, pues a su juicio una democracia sana que le permite al pueblo expresarse y, llegado el caso, protestar, constituye el mejor antídoto contra la hambruna. Y los regímenes de esos países, aún llamándose democracias, no lo eran
Así puede leerse en su libro «Desarrollo y Libertad«
La peste azotaba con frecuencia a los pueblos hasta que los progresos de la higiene y las mejorías en la alimentación la fueron controlando. Entre nosotros, por ejemplo, el tifo, la viruela, la difteria y otras enfermedades hacían estragos periódicamente.
Ahora enfrentamos una situación que prácticamente no tiene precedentes, con la pandemia generada por el Coronavirus. La peste afecta por igual a sociedades pobres y ricas. Diríase, por las cifras, más a éstas que a aquéllas. Y como consecuencia suya, se ha producido una brutal caída en las economías que conlleva cierre de empresas, desempleo y muy probablemente hambre en muchísima gente. De ahí se seguirán explosiones sociales incontenibles que cambiarán radicalmente el espectro político. Como suele decirlo Fernando Londoño Hoyos, del Coronavirus y sus derivaciones en todos los ámbitos sólo sabemos que nada sabemos. Todo en ello es incierto y, desafortunadamente, ominoso. Y su enorme complejidad hace que no tengamos elementos de juicio suficientes para afrontarlo. Encerrar a la gente quizás la preserve por algún tiempo de la peste, pero condenándola irrefragáblemente al hambre.
Ahí se pone de manifiesto que toda decisión política se encuadra dentro de circunstancias de suerte y azar.
Este inusitado agente de la naturaleza nos deja de entrada severas lecciones.
La primera de ellas nos indica que debemos bajarnos de la nube que nos invitaba a pensar que la ciencia y la técnica nos garantizarían el control del mundo que nos rodea. Ya sabemos que sus posibilidades son limitadas, pero, de resultar ciertas algunas versiones sobre el origen del Coronavirus, también que de ellas pueden derivarse efectos letales para nuestra supervivencia.
Max Scheler nos legó una obra de rico contenido:»El Puesto del Hombre en el Cosmos». Dentro de la tradición judeo-cristiana, ese puesto es de preeminencia. Lo dice el Génesis: Dios coronó su creación con el hombre, al que hizo señor de la misma. Pero ciertas tendencias del pensamiento actual ofrecen otras conclusiones. El ser humano no solo es una criatura extraña en el conjunto de la naturaleza, diríase que un error en su evolución, sino, además, perjudicial. Los ecologistas lo consideran como el gran depredador. Una muestra de la concepción negativa sobre la especie humana se da con nitidez en la «Carta de la Tierra» que la ONU pretende imponer (Vid. Folleto informativo CT).
Alain Renaut en «La Era del Individuo» ha hecho una contribución interesante a la historia de la subjetividad. El pensamiento moral, jurídico y político en los últimos tiempos, siguiendo la línea trazada por los nominalistas medievales y luego por Descartes, Leibnitz, Kant y otros eminentes filósofos, es de raigambre decididamente individualista. La Ilustración nos legó la idea del individuo soberano. El «Cogito, ergo sum» cartesiano es el punto de partida de toda construcción intelectual en dichas áreas. La sociedad, según se proclama, se forma por la decisión libre e interesada de los individuos de buscar a través de ella su mutua protección; las normatividades solo se justifican por la adhesión que voluntariamente les presten sus destinatarios; la libertad natural hace de cada individuo soberano de sus pensamientos, sus inclinaciones, su conducta, y solo cabe limitarla por su consentimiento, etc. Siguiendo un dogma clásico, la preeminencia metafísica del individuo se funda en su racionalidad. La razón lo hace dueño de sí y de su entorno.
Renaut observa que este dogma se ve afectado, en primer lugar, por el descubrimiento del subconsciente, y, en segundo lugar, por el hecho de la contingencia.
El primero destruye la idea de que somos ante todo racionales. Los «maestros de la sospecha» (Marx, Nietszche, Freud), de que habla Paul Ricoeur, nos exhiben como juguetes de nuestros intereses, nuestros instintos, nuestras pasiones.
El segundo nos derriba de nuestro trono, diluye nuestra soberbia. Es tema que trató de modo conspicuo el existencialismo. Pero uno y otro están presentes en el pensamiento judeo-cristiano. Basta con leer los libros sapienciales del Antiguo Testamento y las enseñanzas del Nuevo para que cobremos consciencia de nuestras debilidades, nuestra fragilidad, nuestra fugacidad.
Kempis, en su «Imitación de Cristo«, lo resume así: «Los hombres somos como briznas de hierba en las manos de Dios».
La idea de la autonomía moral, que a partir del individuo se ha extendido a las sociedades, considerándola como epítome de la emancipación que trae consigo el progreso, y es clave en el pensamiento de Castoriadis, conduce a pensar que por encima de aquél y de éstas no obra ley alguna que ordene sus determinaciones (vid. La Institución Imaginaria de la Sociedad). De ese modo, se erradican ideas venerables como la de Ley Divina y Ley Natural en las que confluyen el pensamiento judeo-cristiano y el de los estoicos. En los últimos siglos ha hecho carrera la tesis de que el ser humano se ordena a sí mismo, sin necesidad de Dios y ni siquiera de la Naturaleza. Desafía a Uno y Otra.
La pandemia nos recuerda que hacemos parte del orden natural, así nuestra espiritualidad se proyecte hacia otro nivel superior. Nuestros cuerpos están sometidos a leyes naturales inexorables y a las acciones o reacciones del mundo sensible en el que estamos inmersos. Un virus, una bacteria, un organismo microscópico de cualquier índole, los convierte en cadáveres, carne dada a los gusanos.
Hay gente que se queja contra Dios por las enfermedades, los accidentes naturales, todo aquello que nos debilita y hace perder la vida; pero Él nos hizo así, individuos insertos en el orden natural. De ese modo entiende uno lo que le dijo la Sma. Virgen a Sta. Bernadette en Lourdes, palabra más palabra menos:»No te ofrezco la felicidad en esta vida mortal, pero sí en la otra». El orden sobrenatural obedece a otras legalidades, pero como el hombre actual lo niega, también las ignora a ellas.
Lo que sucede hoy nos hace pensar en ese tema crucial de la metafísica que distingue lo concerniente al ser eterno y al ser finito (Edith Stein), sobre el cual edifica Claude Tresmontant su admirable argumentación sobre la existencia de Dios: la materia no es el ser necesario, dado que es finita. Sólo Dios es necesario, pensamiento que enlaza con la célebre oración de Sta. Teresa de Ávila:»Sólo Dios basta». «Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios» es texto obligado para abordar esa cuestión fundamental.
La realidad de la pandemia, mirémosla como prueba, castigo o acontecimiento puramente natural, nos recuerda nuestra contingencia, nuestra fragilidad. Lo que nos hace fuertes es el espíritu que anida en cada uno de nosotros y vamos configurando con nuestras acciones. Si son buenas, haremos de él un ángel. Pero si son malas, construiremos un demonio. Como por obra del perverso relativismo moral hemos perdido la noción de la diferencia entre el bien y el mal, es hora de rescatarla. El bien es plenitud del ser; el mal, su frustración.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: junio 23 de 2020
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