La actual coyuntura ha abierto las puertas para que el Gobierno realice una inyección de liquidez al sector privado como pocas veces se había visto, la cual es absolutamente necesaria para mitigar el impacto de la crisis más severa que ha sufrido el País en décadas. Sin embargo, bajo ningún motivo se puede permitir que estas medidas pavimenten el camino hacia la estatización de las compañías.
Como tal, a lo largo de estas semanas cada vez son más comunes las voces que algunos sectores elevan para incrementar la participación del Estado en la economía. Por ejemplo, la izquierda ha aprovechado la crisis para atacar al sistema de salud o al sector financiero con el objetivo de promover su estatización.
Asimismo, algunos actores advierten que el Gobierno debería recibir un porcentaje de la participación accionaria de las empresas a cambio de los auxilios económicos que este llegase a brindar. No obstante, ese sería un error de magnitudes incalculables y la razón es muy sencilla.
Una vez el tamaño del Estado se amplía es muy difícil reducirlo. Tal acción conlleva un costo político que afecta la gobernabilidad de cualquier administración. Por eso, es común ver cómo los mandatarios prefieren aumentar los gastos de funcionamiento en vez de reducirlos. Es el camino fácil.
Por ejemplo, mientras que los costos de personal del Gobierno Nacional aumentaron $6.797 millones de 2002 a 2009, de 2010 a 2017 estos vieron un incremento de $12.573 millones. Es decir, la administración Santos duplicó los gastos burocráticos en relación al Gobierno Uribe, el cual, cabe señalar, a buena hora reestructuró y redujo las nóminas de 468 entidades.
De igual manera, en Bogotá, por mencionar otro caso, durante el Gobierno Petro las nóminas paralelas de contratistas del Distrito aumentaron un 40%, lo cual les costó a los bogotanos $1.2 billones de pesos adicionales que se destinaron a burocracia innecesaria.
Precisamente, esta dinámica de la administración pública se traslada a las empresas estatales, las cuales, por definición, están llamadas a fracasar. Salvo contadas excepciones, estas terminan convertidas en fortines burocráticos de los partidos políticos, donde en vez de invertir los recursos en aumentar la productividad, estos se destinan a incrementar exponencialmente el número de puestos y contratistas en la planta de personal. Lo anterior, sin mencionar las deficiencias históricas en su gestión en relación al sector privado.
Y ejemplos de esta realidad sobran. Nada más recordemos cómo Telecom en 2002 registró pérdidas por $470.000 millones y un pasivo pensional de $5.6 billones de la época, lo cual llevó a la acertada decisión de privatizarla… ¿Se imaginan a los partidos políticos rifándose el fortín burocrático que significaría una Avianca nacionalizada?
Por ello, para afrontar esta coyuntura el Gobierno tiene dos opciones. La primera, subsidiar directamente las nóminas de las empresas más afectadas, de tal manera que se genere una protección al empleo. La segunda, generar créditos flexibles con fácil acceso para el sector privado.
Lo importante, es que bajo ninguna circunstancia se ponga sobre la mesa la nacionalización de las compañías como moneda de cambio para acceder al auxilio gubernamental. Revivir el fantasma de la estatización implicaría condenar a las empresas a vivir bajo el yugo del derroche burocrático por generaciones.
Publicado: mayo 13 de 2020
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