En vísperas de que su madre Dorita cumpliese ochenta años, Barclays le preguntó:
-¿Qué quieres que te regale?
Al otro extremo de la línea telefónica, Dorita no vaciló en responder:
-Un abrazo.
Barclays vivía en Miami hacía veinticinco años. Había nacido en Lima, pero se había marchado de esa ciudad para ser un hombre libre y un escritor, dos aspiraciones que le parecían indesligables. Dorita había nacido en Lima y, ochenta años después, continuaba viviendo en esa ciudad, en el barrio de Miraflores.
-Me encantaría darte un abrazo -dijo Barclays-. Pero no puedo. Es imposible. Los aeropuertos están cerrados. No puedo volar a Lima.
En tono risueño, Dorita le dijo una frase que repetía con frecuencia:
-No hay imposibles, sino incapaces.
Barclays sabía bien que su madre era terca e indómita y que él mismo era porfiado porque había heredado los genes de Dorita.
-Haré todo lo posible para darte un abrazo -le prometió a su madre.
No siempre se habían llevado tan bien como ahora. Cuando Barclays dejó la universidad para dedicarse a la televisión, Dorita se sintió decepcionada y se enfadó con él. Cuando Barclays abandonó su país para tratar de ser un escritor, su madre deploró aquella decisión y no vaciló en decirle que era un egoísta. Cuando Barclays se casó en Washington DC ante un juez, pero no ante un sacerdote, Dorita se entristeció porque su hijo mayor se había vuelto un descreído. Cuando Barclays publicó su primera novela, su madre trató de leerla, pero no pudo terminarla. Más recientemente, cuando Barclays escribió un libro, novelando la historia de su familia, Dorita le pidió que no lo publicase y él decidió que no lo publicaría, mientras ella viviera.
Pero ahora Dorita y su hijo se llevaban espléndidamente bien, tan bien que se veían cada dos o tres meses, en Miami o en Lima, más frecuentemente en Miami, pues ella adoraba viajar a esa ciudad; tan bien que Dorita había visitado el programa de televisión de su hijo, concediéndole dos entrevistas memorables, una en Lima, la otra en Miami, que gozaron del favor del público; tan bien que Dorita leía las columnas de su hijo y se emocionaba leyéndolas, y hasta leía los libros de su hijo y ahora sí podía terminarlos; tan bien que Barclays se propuso viajar clandestinamente a Lima para darle un abrazo a su madre.
Ilusionado con abrazar a Dorita por sus ochenta años, Barclays llamó a Gary, un amigo que era piloto de Jet Blue. Se habían conocido en un vuelo entre Medellín y Miami. Barclays viajaba aquella noche como pasajero en la primera fila, pero el avión no tenía clase ejecutiva y al lado de Barclays había una pareja recién casada, masivamente alcoholizada, ella vestida de novia, él vestido de muñeco de torta, roncando pedregosamente ambos, apestando a trago, hipando la borrachera. Cuando Gary, el piloto, salió de la cabina, reconoció a Barclays y notó que estaba incómodo, lo invitó a la cabina, salvándolo de aquella astracanada. Así se hicieron amigos. Conversaron las tres horas del vuelo. Gary había sido piloto de Iberia y ahora volaba con Jet Blue. Vivía en Fort Lauderdale porque los vuelos de Jet Blue salían del aeropuerto de esa ciudad. Era inteligente, simpático, encantador. Desde entonces, Barclays y Gary habían cenado varias veces, acompañados de sus esposas, que congeniaron bien. A veces Gary asesoraba a Barclays, tratando de encontrar un avioncito usado, a precio de remate. Barclays le dijo por teléfono:
-Mi madre cumple ochenta años. Está en Lima. Quiero ir a darle un abrazo. ¿Puedes ayudarme?
Gary estaba siempre dispuesto a ayudar a Barclays, era extraordinariamente amable, diligente y eficaz. En pocos días, consiguió un jet de fabricación israelí, marca Astra/Gulfstream, con veintitantos años de uso, que le prestaría un amigo suyo, un empresario venezolano.
-Mi amigo nos presta su avioncito -le dijo a Barclays-. Solo tienes que pagar el combustible. Y, si quieres, le pagas algo simbólico, o le haces un buen regalo.
Gary explicó que el avión no podía volar directamente desde Fort Lauderdale hasta Lima. Había que hacer una escala en Panamá para aprovisionarse de combustible. El jet volaría a seiscientos kilómetros por hora.
-¿Viajarías solo o con tu familia? -preguntó Gary.
-No lo sé -dijo Barclays.
Pero, en realidad, sí lo sabía, o lo sospechaba poderosamente. Conociendo a su esposa, sabía que era harto improbable que ella se subiera al avioncito. En efecto, ella dijo que la aventura le parecía una locura, que la desaprobaba enérgicamente y en ningún caso volaría con Barclays. Pero él no se achantó, no se replegó, no abortó el plan.
-Viajaremos solos tú y yo -le dijo a Gary.
Gary le contó a Barclays el plan de vuelo: unas tres horas y media hasta un aeropuerto ejecutivo en la ciudad de Panamá, una hora o dos abasteciendo de combustible al jet, y unas cuatro horas más desde Panamá hasta el Perú.
-No te aconsejo aterrizar en Lima -le dijo-. Es un riesgo muy alto. El aeropuerto está cerrado. Los radares nos van a detectar. Nos caerá encima la policía y será un escándalo del carajo. Salvo que tengas un general amigo en la policía que nos deje entrar a escondidas.
-¿Qué sugieres? -preguntó Barclays-. ¿Dónde es seguro aterrizar?
Gary respondió:
-En ninguna parte es cien por ciento seguro. Pero conozco un aeropuerto medio clandestino cerca de Máncora. Yo te aconsejo que aterricemos allí.
-De acuerdo -dijo Barclays-. Así será.
Ahora el problema era cómo llevar a Dorita Lerner desde Lima hasta Máncora, a más de mil kilómetros al norte, cerca de la frontera con Ecuador. En auto era un viaje larguísimo, extenuante, que a buen seguro ella no haría. Los vuelos domésticos comerciales estaban todos cancelados. Barclays tuvo entonces una idea: llamó por teléfono a un amigo de la infancia, Javier Alzamora, uno de los hombres más ricos del país, dueño de un fondo de inversión, propietario de una clínica en Miraflores con un helipuerto y un helicóptero Bell 505 Jet Ranger X, y le preguntó:
-¿Puedo alquilar tu helicóptero para que lleve a mi madre a Máncora?
Como Javier Alzamora, un hombre brillante y generoso, conocía a Dorita Lerner desde niño, y la visitaba con frecuencia en su casa de Miraflores, y la asesoraba en ciertas inversiones, y la quería mucho, no dudó en decirle a Barclays que su helicóptero estaba a disposición de Dorita, cuando ella quisiera:
-Solo tienes que pagar el combustible y el piloto.
Barclays habló con Gary y acomodaron las fechas. Dorita cumpliría años el jueves 9 de abril, jueves santo. Como todos los peruanos, o casi todos, estaba prohibida de salir de su casa y hacer fiestas en su casa. Gary y Barclays decidieron que viajarían de Fort Lauderdale a Máncora el martes 7 de abril. Saldrían al final de la tarde de la Florida. Llegarían de noche a Panamá. Surtirían de combustible al jet. Luego seguirían viaje hasta el aeropuerto clandestino de Máncora. Allí los esperaría un amigo de Barclays, pintor, Isaac Williamsburg, que vivía en Máncora todo el año. Isaac Williamsburg los llevaría de madrugada hasta su casa. Los hoteles de Máncora estaban todos cerrados. Al día siguiente, miércoles 8 de abril, Dorita viajaría en helicóptero desde Miraflores hasta el aeropuerto clandestino de Máncora. Barclays esperaría a su madre en ese aeropuerto. Le daría el abrazo prometido. Impaciente, Barclays se preguntaba:
-¿Será capaz Dorita de guardar el secreto? ¿Me hará caso y no le contará a nadie que recibirá sus ochenta años conmigo en Máncora? ¿Se irá de boca, ella que es tan habladora? ¿Improvisará algo intrépido, temerario? ¿Querrá a última hora subirse al helicóptero con alguno de sus hijos, o con una amiga?
La esposa de Barclays estaba más nerviosa que furiosa cuando este se despidió de ella y le prometió que se cuidaría y volvería en tres días.
-¡Cómo puedes ser tan loco de subirte al avión de un venezolano que ni siquiera conoces! ¿Y si es chavista? ¿Y si le hacen algo al avión para que se caiga?
-Todo va a salir bien -dijo Barclays.
Llevaba dos bolsos con algo de ropa, libros y un reloj que había comprado para Dorita. También llevaba escondidos veinte porros delgados de marihuana que había extraído de la caja fuerte de su casa. Además, llevaba doce botellas de whisky y una caja de corcho blanco con bastante hielo.
Cuando Gary y Barclays despegaron de Fort Lauderdale, eran pasadas las seis de la tarde y todavía reverberaba la luz solar en la pista de despegue, una luz tan diáfana y poderosa que los aturdía en la cabina. Bebieron whisky con hielo. Gary no quiso fumar. El avioncito tenía dos asientos en la cabina, cuatro para pasajeros y un baño minúsculo. Barclays fue al baño y fumó brevemente. Luego se sentó en el asiento del copiloto. Las tres horas y media hasta Panamá fueron tranquilas, sin grandes turbulencias. Llegaron de noche al aeropuerto ejecutivo de Panamá. No estaban borrachos, pero tampoco sobrios. Se encontraban achispados, risueños, de ánimo jovial. Comieron algo al paso, mientras abastecían de combustible al jet. Gary tenía buenos contactos en ese aeropuerto. Nadie les hizo preguntas ni los incomodó. Ya Gary había notificado con tiempo, dando la matrícula de la aeronave, de que aterrizarían a esa hora. Luego despegaron con destino a la pista clandestina al norte del Perú. Siguieron bebiendo whisky como si no hubiera mañana. No estaban borrachos, pero tal vez lo parecían, a juzgar por sus risotadas y su invencible optimismo. El avioncito se sacudió, crujió y dio brincos como si fuera un papelucho arrugado en medio de un huracán. Gary no tenía miedo. Revirado por los porros y alicorado por el whisky, Barclays se sentía en una película de Scorsese, la del lobo de Wall Street.
¿Cómo diablos pudo Gary evitar que el avioncito cayera? ¿Cómo ubicó, en el impenetrable espesor de la noche, la pista clandestina de Máncora, guiándose tan solo por los instrumentos de navegación y las luces de los autos, buses y camiones? ¿Cómo pudo aterrizar dando tumbos, casi saliéndose de la pista e invadiendo una carretera? Barclays quedó alucinado por la pericia de su amigo.
-Eres el puto amo -le dijo, y le dio un abrazo.
El amigo pintor de Barclays, Isaac Williamsburg, no estaba. Lo llamaron. Tardó más de una hora en aparecer. Pero llegó. Llegó y los llevó a su casa frente al mar. Enseguida les dio una buena noticia: una amiga suya era dueña de un hotel en Máncora. Sí, el hotel estaba cerrado. Pero, a cambio de un dinerito, podía alojarlos a escondidas allí, sin darles ningún servicio. Barclays aceptó. Poco después, ocuparon dos suites del hotel.
Al día siguiente, Dorita tenía que salir por la mañana de su casa en Miraflores, conducir a la clínica de Javier Alzamora, subir discretamente por el ascensor hasta el helipuerto y abordar el helicóptero. Pero ese día, un miércoles, las mujeres estaban prohibidas de salir a la calle en todo el país. Rebelde, chúcara, ingobernable, Dorita le ordenó a su chofer que la llevase a la clínica.
-No podemos salir -dijo él.
-Sí podemos -dijo ella-. No hay imposibles, sino incapaces.
Luego se tendió en el asiento trasero del auto y le pidió a su chofer que la cubriera con una manta. Muerto de miedo, el chofer condujo a la clínica. Ocurrió lo que era previsible: los detuvo una patrulla de la policía. Al inspeccionar el auto, hallaron a Dorita debajo de la frazada. Ella se incorporó, salió presurosa del auto, improvisó una tos virulenta y le dijo al policía:
-Tengo coronavirus, hijito. Soy Dorita Lerner, la mamá de Jimmy Barclays. Voy a internarme en la clínica.
Luego volvió a toser. El agente retrocedió, espantado. Dorita se echó en el asiento del auto y el chofer la llevó hasta la clínica. Minutos después, Dorita se encontraba volando en el helicóptero de su amigo Alzamora. Revisó que hubiese metido todas sus cremas en el bolso, sus bañadores, sus rosarios y estampitas, y se puso a rezar el rosario, y no tardó en quedarse dormida. El helicóptero surcaba el viento a una velocidad de doscientos treinta kilómetros por hora. El piloto tenía órdenes de no hablarle a la señora. Un par de horas después, bajaron en un aeropuerto para cargar combustible. Dorita prefirió no salir del helicóptero. Reanudaron vuelo tan pronto como pudieron. Entretanto, los hijos de Dorita, enterados de que su madre había corrido a la clínica, alegando que se había contagiado del virus, la buscaban afanosamente en esa clínica, en todas las clínicas de la ciudad. Dorita tenía el teléfono apagado. Continuó durmiendo a pierna suelta. El piloto le envidió el sueño robusto. Tres horas después, aún de día, aterrizó en la pista clandestina de Máncora.
Con lentes oscuros, sombrero panamá, guantes blancos y el rostro suavizado y lubricado por las mejores cremas, Dorita bajó del helicóptero, se agachó levemente, sujetó el sombrero con el donaire de una estrella de cine y apuró el paso. Barclays, su hijo predilecto, la oveja negra de la familia, que había despertado pasado el mediodía, con una resaca atroz, corrió a abrazarla. Se dieron un abrazo largo, larguísimo, riendo como si fueran cómplices de una fantástica travesura o fechoría. Luego subieron a la camioneta del pintor Isaac Williamsburg y Barclays condujo hasta el hotel, donde Dorita ocupó la mejor suite.
Al día siguiente, Dorita cumplió ochenta años. Se veía tan guapa que parecía de sesenta. Barclays le llevó el desayuno a la cama, le dio el reloj de regalo, le hizo masajes en la espalda y los pies, la cubrió de protector solar, la llevó a la playa, a unos pasos del hotel, y se bañaron en el mar durante horas. A escondidas de su madre, Barclays siguió tomando whisky y fumando porros con Gary, que se hizo gran amigo y confidente de Dorita, y a quien Dorita encontró guapísimo, según confió a su hijo, tan coqueta como siempre. De noche Gary cocinó en el hotel un pescado fino con vegetales que compró en el mercadillo del pueblo. Después de la cena, tendidos en las tumbonas frente a la piscina iluminada, Dorita sorprendió a su hijo:
-¿Me darías de probar esa hierbita que estás fumando? ¿O crees que soy una tonta y no me doy cuenta?
Barclays soltó una risa nerviosa, sin saber qué hacer, cómo complacer a su madre.
-Yo me aplico aceite de marihuana en la piel, y me viene regio -dijo Dorita-. Así que fumar un poquito, por mis ochenta años, no me vendrá mal, ¿no crees?
Fue la primera vez en su larga y novelesca vida que Dorita Lerner viuda de Barclays fumó marihuana, de la mano de su hijo disoluto, pecaminoso. Poco después, ambos estaban en la piscina, riendo a carcajadas, celebrando sus travesuras o fechorías como dos adolescentes desenfrenados. Ya Barclays había enviado un mensaje a sus hermanos, calmándolos, diciéndoles que estaba con su madre en un lugar secreto, a buen recaudo. Ellos, por supuesto, querían denunciarlo ante la policía. Pero ya era tarde. Dorita y su hijo habían prevalecido. El abrazo ilegal, o los abrazos ilegales, los muchos abrazos ilegales, habían sido dados. La vida, tomando atajos, burlando a los burócratas, le había ganado la partida a la muerte.
Al día siguiente, Dorita aún parecía elevada por las pícaras aproximaciones al cigarrillo de marihuana. Habían acordado que despegarían a la misma hora, tres de la tarde, ella de vuelta a Lima en el helicóptero, Barclays y Gary de regreso a Miami en el avioncito prestado. Barclays manejó la camioneta del pintor hasta el aeropuerto clandestino. Llegando a la pista, y tras agradecer a su amigo, el pintor, Isaac Williamsburg, abrazó a su madre Dorita y se despidió de ella, procurando no deshacerse en una escena de lágrimas. Dorita caminó al helicóptero, donde la esperaba el piloto, y de pronto se detuvo. Volvió tras sus pasos, con una sonrisa invicta, y le anunció a su hijo:
-Nos vamos a Miami.
Media hora después, la avioneta había despegado: Gary la piloteaba, serio, ensimismado, y Barclays y su madre, arrellanados en los asientos de pasajeros, rezaban el rosario. No tardaron en quedarse dormidos.
Publicado: mayo 11 de 2020
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