El presidente Duque es un hombre de palabra. Como candidato presidencial, planteó ante sus electores la necesidad de introducirle cambios al acuerdo espurio que celebraron Santos y las Farc.
En esto no podemos llamarnos a engaños. El plebiscito de 2016, en el que el NO se impuso, fue desconocido alevosamente por el gobierno de Santos y, también hay que decirlo, los líderes del NO, no fueron lo suficientemente activos en la defensa del voto de más de 6.4 millones de ciudadanos que rechazaron lo acordado en La Habana.
Iván Duque planteó en su campaña la necesidad de introducir ajustes al acuerdo, lo que no significa, ni mucho menos “hacer trizas” lo pactado, sino realizar los cambios necesarios para darle algo de legitimidad a lo suscrito por el anterior gobierno.
Se equivocan los que crean que esa promesa quedó satisfecha con las reprobadas objeciones a la ley estatutaria de la JEP. Eso era una parte de la tarea. Pero quedan muchas más por hacer.
Es entendible que el señor Emilio Archila, que no hizo parte de la campaña del presidente Iván Duque –pues estaba ocupado con sus labores en el santismo- no tenga presentes las promesas que se hicieron. Pero aquello no le concede licencia ninguna para anunciar que el gobierno desconocerá lo ofrecido a sus electores.
El tiempo se ha encargado de demostrar que las Farc han incumplido. La fortuna de sus cabecillas sigue intacta. Las víctimas no han sido reparadas. Buena parte de sus integrantes, continúa en la ilegalidad disfrazados de “disidentes”. La JEP, tribunal hecho a la medida de las necesidades de los terroristas, ha sobrepasado todos los límites y se ha convertido en un brazo judicial al servicio de la extrema izquierda. Hasta la fecha, no hay una sola sanción -así sea simbólica- contra un jefe terrorista. Las pocas audiencias que han adelantado contra los otrora “comandantes” de las Farc, han sido discretas, sin posibilidad de que sus víctimas puedan participar y, por supuesto, sin mayor urgencia por parte de los investigadores que, evidentemente, tienen el mandato de echarle tierrita a sus crímenes, para efectos de permitir que se reescriba la historia y que, a la postre, las Farc terminen siendo percibidas como una ONG benigna que ningún daño le hizo a nuestra sociedad.
Sin temores ni posiciones ambiguas, el gobierno tiene el deber de decirle al país si va o no a introducir los cambios que requiere el acuerdo con las Farc, evitando razones desconcertantes como las que se le han oído al señor Archila.
Si la voz de ese funcionario es la palabra oficial de la Casa de Nariño, entonces habrá que asumir que el presidente Duque definitivamente ha resuelto “pasar la página” y sus electores y simpatizantes deberán tragarse el sapo.
Lo cierto es que, si el acuerdo permanece intacto, el repudio hacia las Farc continuará creciendo exponencialmente, la polarización política se agudizará y el desprestigio de instituciones como la JEP no se detendrá.
Publicado: mayo 27 de 2020
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