Se ve en el cine y lee en las novelas que los asesinos nazis llegaban directamente a las casas de las familias judías, a sus oficinas y negocios, con lista en mano.
Antes de leer IBM y el Holocausto, esa impresionante obra de Edwin Black (investigación a la que contribuyeron centenares de personas en decenas de países), yo creía ingenuamente que en el cine y las novelas había, cómo decirlo…, una licencia de literatos y guionistas. Imaginaba que en la vida real, la horda nazi iba casa por casa y oficina por oficina, averiguando quien vivía, para ver si topaba por casualidad con alguien que manifestara ser judío o que diera señales de serlo.
No hay tal, según Black. Sin entrar en honduras de lo que es ser o no ser judío -si algún lector quiere profundizar el tema, a la vez que aprovecha para leer una obra maestra de la literatura, encontrará respuestas bien documentadas en la novela de Jonathan Littel, Las benévolas-, los esbirros nazis llegaban con dirección exacta, nombre de personas a detener y el motivo: estar censados como judíos, miembros de una ‘raza’ portadora de una “genética criminal” que justificaba su inapelable condena a muerte.
Hoy, todos, unos más otros menos, estamos en redes de datos. Hipotéticamente, un día en la vida de un habitante del planeta podría ser reconstruida a partir de su móvil, cámaras de seguridad, visitas a páginas web, correos, escritos de aprobación o desaprobación en redes sociales, en fin, el anonimato es casi un imposible. Pero en 1933, cuando asaltaron el poder los nazis, el anonimato era la regla. Nadie sabía nada de nadie. Y los nazis querían saber todo de todos.
Vaya una digresión sobre las doctrinas políticas y la vida de las personas. La república de Weimar, es decir, la democracia, en lugar de condenar a muerte a Hitler por su intento de golpe de Estado (1923), lo premió con una suite de lujo en la que pasó leves nueve meses. Los aprovechó para escribir Mi lucha, donde anunció que cuando obtuvieran el poder, los nacional-socialistas asesinarán a los judíos de Alemania y encenderán la llama de la guerra en Europa. Cumplieron. La constante en política es que los dictadores suelen anunciar lo que van a hacer, generalmente cosas horrorosas, y, no obstante, siempre encuentran idiotas útiles (dos palabras que juntó genialmente Lenin) que los acoliten y financien. Pasó con Lenin, con Castro, con Chávez, y pasa en Colombia con Petro y las Farc, cuyos adulones en el congreso, prensa y empresariado, parece como si compitieran por tener una membresía en el más selecto de los clubes.
Volvamos a lo de Hitler y la IBM. El Gran hermano, un tirano que todo lo sabe, nació en la imaginación de G. H. Wells, autor de la novela 1984. En la vida real es el siniestro Stalin, dictador de la Unión Soviética. Él, para ser omnisciente, tenía su Partido Comunista, un aparato dueño de una monstruosa red de espías disciplinados y autómatas. Hitler, hermano de crianza ideológico de Stalin, no quiso confiar en la veleidad de los chivatos, sino que prefirió la tecnología. La encontró en USA.
Hitler y la IBM formaron una alianza tecnológica y comercial que facilitó el asesinato de más de seis millones de judíos. IBM puso en manos de los nazis la máquina conocida como Hollerith (por su inventor) para, utilizando unas tarjetas perforadas, contar a la gente, saber su ubicación, orígenes, ingresos, religión, etcétera. En minutos, la maquina y sus tarjetas hacían lo que habría sido imposible con miles de personas trabajando con libretas y lápices: el retrato de una población entera y, entre ella, el de las futuras víctimas.
¿A qué iba la digresión en párrafos anteriores? A que IBM sabía muy bien que toda esa tecnología que Hitler le pagaba generosamente, sería utilizada para perfeccionar un ritual de muerte, el Holocausto. Todos en IBM habían leído Mi lucha. En la génesis de la sistematización de datos, hoy casi infinita y al servicio del bien, particularmente para salvar vidas en la pandemia que padecemos, está la terrible historia de los contratos de Hitler con la IBM.
Publicado: abril 13 de 2020
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