Desde que ganó la presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro se convirtió en un referente obligado de la derecha en nuestra región. Su gobierno, prometía consolidarse como una talanquera implacable frente al nefandosocialismo del siglo XXI.
Lula Da Silva fue el principal promotor de la expansión del chavismo, hasta el extremo de apuntalarse como uno de los mayores patrocinadores de Unasur, organismo multilateral hecho a la medida de las necesidades de la izquierda radical latinoamericana.
El clan corrupto liderado por Lula y Dilma Rousseff parecía imbatible. Su candidato Fernando Haddad tenía todas las de ganar. El camino estaba allanado para su victoria en las elecciones generales de 2018.
De un momento a otro, la candidatura de Bolsonaro empezó a perfilarse. Curiosamente, su despegue surgió después de un atentado con cuchillo en medio de un acto proselitista. La opinión pública mundial fijó sus ojos sobre él.
Su discurso resultaba altamente atractivo. Su programa de gobierno se constituyó en un bálsamo, particularmente en lo relacionado con la lucha contra la corrupción.
La izquierda brasilera estableció un régimen eminentemente corrupto. El partido de los Trabajadores, colectividad fundada por Lula, se había arraigado en la democracia brasileña como una verdadera industria de corrupción.
La victoria de Bolsonaro fue arrasadora. En la segunda vuelta, sacó más de 11 puntos porcentuales de ventaja. Cerca de 50 millones de brasileros le dieron su voto de confianza. Uno de los primeros anuncios que hizo en condición de presidente electo, fue su interés de designar al célebre juez Sergio Moro como ministro de Justicia.
Moro, que lideró la investigación conocida como Lava Jato es, de lejos, uno de los juristas más aclamados del mundo. A pesar de las adversidades, logró impulsar el proceso que fue la base de la investigación de corrupción transnacional más grande de los años recientes: Odebrecht.
Todo indicaba que su gobierno iba a ser ejemplar, pero en materia regional la desilusión no tardó mucho. La posición de Brasil frente a la dictadura venezolana, no ha sido lo suficientemente contundente. Si bien es cierto que Bolsonaro rompió relaciones con la satrapía venezolana, no es menos cierto que Brasil volteó la mirada y poco apoyo le ha dado a la región en el propósito altruista de devolverle la libertad y la democracia a la patria del Libertador.
La explosión de la pandemia del coronavirus, tomó por sorpresa al mundo entero. Ningún gobernante estaba preparado para hacerle frente a la coyuntura. Los países tuvieron que asumir la crisis con entereza y la seriedad que ameritaba.
Bolsonaro no quiso asignarle al coronavirus la importancia debida. Cuando la OMS ya había declarado que se trataba de una pandemia, el presidente brasilero repetía que se trataba de una simple “gripita” que no implicaba mayores riesgos.
A pesar de que el mecanismo idóneo para evitar la expansión acelerada del virus es el distanciamiento social, Bolsonaro continuó saliendo a las calles y haciendo convocatorias ciudadanas masivas con sus seguidores.
El resultado ha sido nefando: en su país hay más de 73 mil infectados y la cifra de muertos es superior a 5 mil.
Al conocerse el número de personas fallecidas, el mandatario brasilero que ha dado muestras de total terquedad -despidió a su ministro de salud en plena crisis- se limitó a decir que “lo lamento, pero ¿qué quieren que haga?”.
Redondeó su salida en falso afirmando que “así es la vida”.
Su favorabilidad va en picada. Una encuesta reciente confirmó que solamente el 35% de los brasileros consideran que su gestión ha sido buena, mientras que el 58% la califican como regular o mala.
Es evidente que el peor enemigo de Bolsonaro ha sido el propio Bolsonaro. Uno de los elementos sobre los que se afincaba su popularidad era, precisamente, la presencia de Sergio Moro en el ministerio de Justicia.
Como consecuencia de la destitución del jefe de la policía federal, decisión adoptada sin que Moro fuera consultado, éste renunció a su cargo.
En declaraciones públicas, Moro aseguró que su dimisión se producía porque quería “preservar su prestigio”.
Al final del día, serán los brasileros los que den el veredicto final frente a Bolsonaro. Pero lo cierto es que aquel gobernante, que se percibía como un líder con peso específico y capacidad de trascender, resultó inferior, muy inferior a las expectativas.
Publicado: abril 30 de 2020
3.5