En el chat de un grupo de médicos colombianos ocurrió hace pocos días un episodio que bien podría haber salido de una comedia griega, de esas con las que Aristofanes complacía a los pescadores y comerciantes que merodeaban por el puerto ateniense.
Resulta que en el relato menos clásico de nuestros médicos, uno de ellos, envalentonado por el incesante caudal de expertos planetarios que por estos días pululan, presentó a sus cofrades su magistral teoría sobre las bondades del consumo de aguacate para controlar los ataques del Covid-19 en el organismo.
A renglón seguido, uno de sus colegas refutó a aquel portento de conocimiento expresando que su teoría tenía tanto de científica como este otro lo tenía de marciano. Troya y Roma ardieron entre los defensores y atacantes que salieron a enlistarse en tan relevante contienda.
El episodio es veraz y simplemente se cuenta como uno más en medio de todo el desenfreno de erudición y charlatanería, que junto con el endemoniado virus, ha venido a convertirse en parte de la rutina que en estos días nos acompaña.
No es de ahora que ocurren este tipo de situaciones. Desde que el hombre logró implementar una metodología a través de la cual habilitó el soporte teórico y práctico que hemos llamado ciencia, en paralelo a ella se ha desarrollado siempre, como la sombra que no se despega de la silueta, una práctica menos rigurosa y formal que ha devenido en lo que muchos señalan como Pseudo-ciencia.
De tal manera que a la astronomía le tocó arrastrar a la especulativa astrología, la química parió a la alquimia, la sicología fue deformada por el espiritismo y a la medicina le implicó llevar al hombro, como si fuera el bacalao de la emulsión de Scott, el pesado fardo de la homeopatía y las tales curaciones botánicas o naturistas.
Nada puede ser más demostrativo de este maridaje no consentido entre los quehaceres científicos y las prácticas terapéuticas alternativas, o también milenarias, que lo acontecido hace pocos meses con la Ministra de Ciencia y Tecnología de este tercermundista país que somos, cuando pretendió recomendar un producto sin patentes ni registros y mucho menos protocolos científicos, como cura milagrosa para combatir el cáncer.
Precisamente, hablando de milagros, me viene a la memoria aquel célebre episodio ocurrido cuando un cura de sotana y alzacuello que al tropezarse con el ilustre doctor Fleming, descubridor de la penicilina, quiso ser el primero en homenajearlo dándole a entender que su descubrimiento era un milagro.
El flemático doctor Fleming le respondió a rajatabla que no, de ninguna manera era un milagro, sino simplemente el avance de la ciencia. “La misma que ustedes persiguieron”, precisó el galeno.
¿Hasta donde es admisible que un médico con título académico crea en la eficacia chamánica del aguacate? Bajo la lupa de la responsabilidad con que nuestra sociedad ha abrazado el esfuerzo de tantos clínicos y especialistas, el episodio deja de ser cómico, ya no es Aristofanes el referente, sino Esquilo quien se sienta a escribir la tragedia.
El doctor Gómez Pineda, un inolvidable personaje fallecido hace unos años, querido con devoción en todo el caribe continental, contaba que en una ocasión en que le correspondió en suerte escayolar el brazo del hijo de una campesina sinuana, al final de su tarea la señora le había preguntado si podía darle chicha de guanábana al muchacho para que el hueso le pegara más fuerte. El ortopeda le respondió muy seriamente que todavía era mejor una dosis en la mañana y otro vaso antes de acostarse, pero que a final de mes regresara para quitarle el yeso.
Al salir del consultorio la campesina con su hijo, el médico se encontró con la mirada enjuiciadora de la enfermera, que esperaba una explicación.
El doctor Gómez que ya recogía su instrumental, le sostuvo la mirada sin descomponerse y le dijo: “ ¿pretendes que en un minuto le quite de la cabeza mil años de ignorancia? si fuera una persona culta entonces sí habría que darle unos lapos. La ignorancia se entiende, es con la estupidez que no se puede transigir.”
El médico que hace unos días se enfrentó a la estulticia de su colega comedor de aguacates, es hijo del doctor Gómez Pineda, protagonista de la anterior anécdota, y de quien doy por seguro que con buen whisky en la mano, habrá disfrutado el encontrón.
A este vertiginoso paso en que andamos, nada de raro puede haber en que próximamente tanto el aguacate como el hipoclorito del presidente Trump, cambien su puesto en las estanterías del supermercado, y nos toque salir a comprarlo bajo receta médica en las farmacias.
Tanta razón tenia el profesor Marcel Mauss, gran maestro del pensamiento antropológico, cuando apenas comenzando el siglo XX escribía: “todavía quedan muchas lunas oscuras en el firmamento de la razón”.
Fin del acto, se cierra la tragicómica escena, cae el telón.
Publicado: abril 29 de 2020
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