Hace veinticinco años, el inefable Barclays se propuso conquistar América, haciendo programas de televisión desde Miami. Quería ser famoso, obscenamente famoso. Quería ser rico, desvergonzadamente rico. Enemigo de su padre, quería superarlo, empequeñecerlo, derrotarlo en toda la línea. Pensaba: no seré más el hijo de James Barclays: en adelante él será el padre de Jimmy Barclays.
Como sus programas tuvieron éxito, no tanto por el talento o las aptitudes de Barclays, sino por la medianía o chatura general de la televisión en español de los Estados Unidos, abrieron las puertas del estudio a los espectadores que quisieran asistir, amucharse y, sentados en el plató, contemplar en directo la deslenguada ceremonia volcánica que él, Barclays, protagonizaba, bebiendo un café tras otro, sintiéndose inmortal.
Así fue como Barclays conoció a Talía Fanjul, quien asistía noche a noche, sin falta, para ver el programa, sentada en la primera fila del estudio. Viuda, riquísima, heredera de negocios de azúcar y ron, Talía era discreta y no hacía alarde de su riqueza. Debía de tener sesenta y tantos años. Todavía era guapa. No se pintaba el pelo, exhibía las canas sin complejos. Manejaba un auto precioso, de colección. Siempre iba sola al canal y se sentaba en la primera fila, absorta, ensimismada, una esfinge sin intención de hablar con nadie. Cuando el programa concluía y Barclays terminaba de hacerse fotos y atender a las personas que habían acudido al plató, Talía esperaba pacientemente. Entonces se acercaba a Barclays y le daba sus impresiones sobre el programa, o sus comentarios sobre los asuntos políticos que se habían abordado y la preocupaban. Era aguda, inteligentísima, y se permitía un humor ácido, socarrón, el tipo de humor que suele invadir a las personas sabias y veteranas que comprenden que ya nada se puede cambiar para bien y que la vida discurre de un modo perfectamente arbitrario y caprichoso, ajeno a nuestro control y nuestra voluntad.
Al salir al parqueo, Talía abría su auto de colección, un Mercedes elegante, de los ochentas, y le pedía a Barclays que cargase la bolsa, o las bolsas, que le había llevado de regalo. Abrumado, él llevaba las bolsas a su auto, un Jaguar azul. En esas bolsas, al llegar a casa, Barclays hallaba salmón ahumado, quesos, caviar, galletas y tostadas, jamón serrano, mermeladas, chocolates, toda clase de exquisiteces. Como Talía leía obsesivamente todo lo que Barclays publicaba (novelas, cuentos, columnas de prensa), sabía que él no bebía alcohol, salvo un vino helado canadiense, difícil de conseguir, que se fabricaba en British Columbia, y que, usando sus influencias de mujer poderosa, ella adquiría y le obsequiaba a su protegido.
Talía vivía en una mansión en Coral Gables, al lado de la residencia del cónsul de España. Un fin de semana, Barclays acudió a cenar a casa de Talía y comprendió por qué ella lo quería tanto:
-Eres idéntico a mi hijo, que murió de sida -le dijo ella, de pronto conmovida-. Cuando te veo, veo a mi hijo. Mi hijo vive en ti. Por eso te quiero tanto.
Luego Talía llevó a Barclays al dormitorio del hijo que había fallecido. El joven apenas tenía veinticuatro años cuando expiró. Barclays vio las fotos que ella le enseñó. Sí, eran parecidos, muy parecidos: los ojos achinados, el airecillo intelectual, el flequillo cayendo como una palmera lánguida sobre la frente, la sonrisa coqueta. Talía caminó al ropero de su hijo: un cuarto muy grande donde las prendas del joven seguían allí, desplegadas, colgadas, intactas, invictas al paso del tiempo: decenas de zapatillas, pantalones, camisas, chaquetas. Talía sacó un pantalón de cuero rojo y se lo regaló a Barclays.
-Era el pantalón que más usaba mi hijo, el que más le gustaba -le dijo.
Barclays le agradeció y pensó: no me va a quedar, ya quisiera estar tan flaco.
Durante la cena, Talía le contó todo sobre su hijo. Se llamaba Mateo. Quería ser cantante, actor. Era un artista natural. Ella le dio todo su amor. Su padre, sin embargo, un eminente cirujano, tuvo una relación difícil con Mateo. Le costó trabajo aceptar que su hijo, su único hijo, era gay, y que el heredero de los negocios de azúcar y ron, Mateo Cisneros Fanjul, no quería heredar nada de eso, porque quería ser un artista, un actor famoso, un cantante adorado. Eso provocó enconos y rencillas entre padre e hijo, que hicieron sufrir a Talía. El joven Mateo estudió cine en Los Ángeles y música en Boston. Era discreto en las cosas del amor, sus padres no le conocieron novios. Amaba bailar. Esperaba con impaciencia los fines de semana para fatigar sus pericias de bailarín en las discotecas de moda. Aunque los ocultaba, se permitía amores pasajeros. Uno de ellos le costó la vida. Enfermó y murió en pocos meses. Su padre nunca se repuso de aquella tragedia y falleció de cáncer tiempo después. Talía quedó sola, destruida, muda, sin palabras, y llevó el dolor con una elegancia y un refinamiento que parecían naturales en ella.
Hasta que una noche, cambiando de canales, vio a Barclays en la televisión, hablando de política en tono risueño, y pensó:
-¡Mi hijo! ¡Mi hijo Mateo! ¡Es la reencarnación de mi hijo!
Al día siguiente fue al canal con una bolsa de regalos, conoció a Barclays y se hizo inseparable de él.
Como Talía sabía que Barclays vivía a solas en una casa en la isla de Key Biscayne, lejos de sus hijas, cuya madre se las había llevado a una ciudad lejana, y como no ignoraba que él dormía poco y mal, comenzó a llevarle al estudio de televisión, junto con las delicias, manjares y exquisiteces habituales, numerosas pastillas para dormir: de qué manera las conseguía Talía, Barclays no lo sabía y prefería no preguntar. Pero él tomaba todas las pastillas que ella le llevaba cada noche (Klonopin, Ambien, Xanax, Rivotril) y dormía mejor, mucho mejor. El problema, sin embargo, sobrevino cuando Barclays comprendió que, muy a su pesar, se había hecho adicto a las pastillas que le regalaba Talía.
Una noche, al salir del programa, al pie de su auto, Talía se acercó a Barclays, lo observó con detenimiento y le dijo:
-Estás todo amarillo. Pareces un chino de Macao. Tienes que ir al médico.
Barclays, por supuesto, no le hizo caso. Pero la noche siguiente Talía volvió a escudriñarlo con gesto adusto y le dijo:
-Mañana te llevo al médico. Estás cada día peor. Si no vas, te vas a morir.
Efectivamente, Talía llevó a Barclays al hospital. Le hicieron exámenes. Lo internaron enseguida. Lo operaron sin demora. Barclays estaba todo amarillo porque había tomado tantas pastillas para dormir que el conducto biliar se le había obstruido, agujereado y reventado, derramando bilis, contaminándolo, envenenándolo. En pocas horas, habría muerto. De no haber sido por la decisiva intervención de Talía, habría muerto a solas, en su casa, ahíto de pastillas, amarillo translúcido.
Cuando Barclays despertó tras la operación, tenía un rosario en el pecho y varias estampitas religiosas cerca de sus manos. Talía y un grupo de señoras devotas oraban el rosario por él. Recibiendo dosis de morfina para mitigar el dolor, Barclays les sonrió, agradecido, y enseguida el murmullo de aquellas plegarias lo adormeció. Desde entonces, todas las mañanas y todas las tardes, aquellas señoras, integrantes de un club de oración, se reunían alrededor de su cama y rezaban por él, como si fuera hijo de Talía, o de cualquiera de ellas. Barclays permaneció una semana en cuidados intensivos. Tal vez debido a la morfina, o a las otras drogas que le suministraban, veía ángeles en el cielorraso de la habitación, que cantaban y bailaban para él, como ejecutando un musical maravilloso, ensayado durante siglos: uno de esos ángeles era Mateo Cisneros Fanjul, el hijo de Talía, y así Barclays pudo conocerlo y hacerse amigo de él.
Cuando por fin le dieron el alta, Barclays salió del hospital en una silla de ruedas empujada por Talía. Nadie en la familia de Barclays sabía que lo habían operado: ni su madre, su exesposa, sus hijas o sus hermanos. Talía acomodó a Barclays en su auto de colección y lo llevó de regreso a casa. Lo primero que hizo Barclays al llegar a casa fue tomar un puñado de somníferos: los había echado tanto de menos en el hospital. Lo segundo fue meterse en la ducha. Pero no pudo entrar solo, sin ayuda. Talía, suavemente, con el debido recato, le quitó la ropa, lo condujo a la ducha y lo dejó bajó la lluvia de agua caliente. Luego, para sorpresa de Barclays, ella se quitó ciertas prendas, quedó en ropa interior, en sostén y bragas, y entró en la ducha y jabonó a Barclays con delicadeza, sin premura, como si estuviera acicalando un precioso objeto de porcelana, al tiempo que lo llamaba Mateo y le decía:
-Yo siempre estaré a tu lado, Mateo. En las buenas y en las malas. Mi misión en la vida es cuidarte y hacerte feliz, hijo mío.
Talía se ofreció a quedarse a dormir en la habitación de las hijas de Barclays, pero él le sugirió que volviese a su casa en Coral Gables y regresara al día siguiente. Así ocurrió. Todas las tardes, Talía llegaba a visitarlo, llenaba la nevera de cosas deliciosas, daba instrucciones a una empleada para que limpiase la casa discretamente, sin hacer ruido, y rezaba el rosario, sentada al lado de Barclays, que aún no encontraba fuerzas para salir de la cama y volver a la televisión. Sin que Barclays lo supiera, Talía había conseguido el teléfono de la madre de Barclays, Dorita Lerner, y la llamaba todos los días, contándole cómo evolucionaba su hijo. No le contaba, desde luego, que seguía llevándole pastillas para dormir. Tampoco le contaba que Barclays dormía con un pijama de seda que había sido de Mateo Cisneros Fanjul. Menos aún le contaba que Barclays se paseaba por su casa en un albornoz y unas pantuflas con las iniciales MCF, que habían sido del hijo de Talía.
Una noche, Talía encendió el televisor para ver si estaban repitiendo un programa de Barclays y ambos, ella y su hijo adoptivo, se llevaron una ingrata sorpresa: un periodista argentino, amigo de él, estaba haciendo el programa. Víctima de sus delirios de grandeza y su ego colosal, Barclays se sintió traicionado, sintió que ese amigo estaba usurpando su trono, invadiendo su reino. No volvieron a prender el televisor.
Por fin recuperado, Barclays volvió a la televisión a seguir bramando contra sus enemigos políticos. Indesmayable, Talía continuó visitando todas las noches a su Mateo redivivo, colmándolo de los regalos más extravagantes y costosos: ahora Barclays poseía una colección de relojes carísimos que habían sido de Mateo y del esposo de Talía, y todas las noches salía en el programa con uno de los tantos Rolex y Cartier que ella le había obsequiado.
De pronto, una noche Talía no apareció en el estudio y Barclays hizo el programa con un cierto desasosiego. Tenía la oscura corazonada de que algo malo había ocurrido. Vino a enterarse al día siguiente, viendo las noticias: Talía había acudido a Fisher Island a visitar a una amiga muy querida, había subido al ferry sin bajar de su auto, pues a esa isla solo podía llegarse en ferry o en helicóptero, y de pronto, incomprensiblemente, había acelerado su auto, cayendo al mar de noche, muriendo ahogada, atrapada, sin poder salir del viejo Mercedes de colección.
Abatido, Barclays acudió al funeral de su amiga, que había terminado siendo una madre suplente para él. Lloró por ella. Nadie lo había querido como Talía. Nadie lo querría como ella.
Cuando abrieron el testamento de Talía, Barclays, que ya era rico gracias a la televisión, se volvió todavía más acaudalado. El día que debió acudir a la notaría para firmar los papeles que le adjudicaban una parte de la fortuna de Talía Fanjul, se puso el pantalón de cuero rojo de Mateo, que ella le había regalado. Estaba tan delgado por las pastillas que seguía tomando sin prescripción que el pantalón rojo le quedó perfecto.
Publicado: abril 20 de 2020
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