Parece evidente que las sociedades requieren contar con paradigmas morales que susciten respeto entre sus miembros. Me refiero, por ejemplo, a los sacerdotes, los maestros, los jueces y los polícías, que llevan a cabo misiones de excepcional importancia para la configuración del orden social.
No hay que olvidar que más allá de la imposición autoritaria y los acuerdos interesados, lo que verdaderamente configura un orden social son los consensos de valores que lo sustentan, y a darles vida coadyuvan todos ellos.
Hoy hago mención especial de los religiosos, por cuanto la Iglesia ha instituído este día para que oremos por ellos pidiendo que sean fieles a la altísima misión a que han sido llamados.
En los tiempos que corren, especialmente en Colombia, se advierte una deslegitimación creciente de estas cuatro figuras. No faltan motivos para ello, pero el principal es la anomia que cunde entre nosotros. Esa anomia conduce a la pérdida del sentido de lo sagrado. Si nada es digno de esta valoración, todo se torna admisible, desde que se lo pueda presentar de forma edulcorada. Hallar esta forma ha sido la función de los sofistas en todas las épocas. Y en la actual, dado el relativismo moral imperante, ellos están haciendo su agosto.
No es posible cerrar los ojos ante la grave crisis que vive la Iglesia hoy. Crisis en las creencias básicas, crisis de autoridad, crisis moral, etc., que afectan su unidad y la adhesión de los fieles, que ha menudo se sienten desorientados por las ásperas discusiones de los teólogos y los malos ejemplos de los pastores.
Como católico de a pie, de esos que creemos hasta en los rejos de las campanas, me esmero todos los días en rezar por la unidad y la santidad de la Iglesia, para que se cumpla la promesa evangélica de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
El Maligno, que es padre de la mentira y gran disociador que promueve por doquiera el escándalo, ha difundido la especie de un clero sexualmente depravado. Muestra de ello es el libro «Sodoma», que he leído con profunda tristeza, en el que se lanzan acusaciones que quizás sean justificadas, pero se extraen conclusiones temerarias con miras a plantear una corrupción generalizada sobre todo en las altas esferas eclesiásticas.
Por supuesto que a los enemigos de la Iglesia no les interesa mostrar el otro lado del asunto, el de la multitud de religiosos fieles a su vocación que tratan de dar ejemplo de santidad, proyectándolo en las comunidades con las que les toca trabajar.
Me centraré en un solo caso que desde hace varios años me ha producido gran impacto: el de San Pío de Pietrelcina, el gran santo del siglo XX y quizás de toda la historia, pues al tenor de lo investigado por Antonio Socci en «El Secreto del Padre Pío» (La Esfera de los Libros, Madrid, 2009), es el que más se acerca a la figura de Nuestro Señor Jesucristo, no solo por los estigmas que padeció a lo largo de 50 años, sino por su consagración casi exclusiva a la tarea de la salvación de las almas, los milagros que realizó en vida, los poderes paranormales que lo acompañaban, las persecuciones de que fue objeto, sus combates cuerpo a cuerpo con el Demonio -en lo que se parecía al Santo Cura de Ars- , la valerosa e incansable respuesta a una vocación que lo atrajo desde la niñez, amén de muchísimos otros carismas.
Debo de hacer acá una confesión personal: después de haber leído sobre el Santo Padre Pío no dejo de asistir a la celebración de la Misa sin considerar la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, a partir de la consagración de las especies del pan y el vino. Testimonios autorizados acreditan que él revivía en ese momento los episodios de la Pasión y entraba en éxtasis que podían durar un buen rato. Pienso en ello y en los milagros eucarísticos que ha estudiado el Dr. Castañón, para alimentar mi recogimiento en esos instantes supremos.
Hay santidad en la Iglesia, no toda la deseable, pero tampoco tan insignificante que podamos darla por perdida. Y de esa santidad nos beneficiamos los fieles que tratamos de mejorar nuestras vidas, aún a sabiendas de las graves imperfecciones de que adolecemos.
Como sufro dolencias que hacen de mi vida cotidiana un verdadero calvario, les digo jocosamente a los sacerdotes a cuyas misas asisto que este cuerpo mío está condenado a que lo calcine en día no lejano el horno crematorio, pero confío en que ellos me ayudarán a librar mi alma del otro, aquel en el que Discépolo en su «Cambalache» nos anuncia que algún día nos vamos a encontrar.
¿Qué sería de nuestra vida espiritual, que es la que verdaderamente importa, sin el sacerdocio católico que nos administra los sacramentos y nos guía en nuestra peregrinación hacia la eternidad?
Pidamos para que los sucesores de los apóstoles sean verdaderamente la sal de la tierra, los pastores encargados de ayudarnos a vivir con la mirada puesta en lo que nos conduce hacia la presencia de Dios.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: febrero 6 de 2020