La esposa de Barclays, Silvana, regresó del gimnasio y sentenció:
-Tenemos que cambiar las alfombras de mi cuarto. Son un asco.
Renuente a toda reforma doméstica o redecoración de la casa, enemigo de que personas extrañas entrasen en esa casa donde había sido tan feliz, Barclays preguntó:
-¿No podemos lavarlas?
-No -afirmó Silvana-. Quiero cambiarlas.
Como la casa de Barclays era una satrapía donde Silvana mandaba y él obedecía sin chistar, Barclays llamó a Mario, el empleado todoterreno, y le encargó que cambiase las alfombras. De origen salvadoreño, inmigrante indocumentado, sin papeles ni permisos para residir en los Estados Unidos, padre de cinco hijos, miembro de una iglesia evangelista, Mario trabajaba con Barclays hacía poco más de diez años y era capaz de resolver el problema más complejo o intrincado: desde aniquilar una colonia de ratas viviendo en el subsuelo de la casa hasta encontrar a la tortuga perdida, desde instalar nuevos sistemas de aire acondicionado hasta construir un techo en la cochera.
Dos semanas después, Mario y sus lugartenientes pasaron a la habitación de Silvana, retiraron los muebles y sacaron las alfombras que ella veía inmundas. Entonces ocurrió la primera de las varias sorpresas que, al levantar las alfombras, emboscarían a los Barclays. Debajo de la alfombra, el piso de madera se encontraba húmedo, carcomido, deteriorado, un extendido moho verduzco creciendo en las esquinas. Mario llamó a Silvana y Barclays, les mostró el mal estado de la madera y dijo que no debían colocar las nuevas alfombras sobre esa madera húmeda y ruinosa, sino cambiar todo el piso de madera. Pero antes, añadió, había que identificar por dónde se filtraba el agua que había podrido la madera. Barclays y su esposa dieron luz verde a la operación.
Al día siguiente, Mario subió al techo, tratando de encontrar los resquicios o las rendijas que habían provocado las filtraciones de agua que corrompieron el piso de madera, se puso a hablar por el celular, se resbaló y cayó, dando un alarido. Barclays y su esposa salieron corriendo, asustados. Mario se hallaba entre las plantas, gimiendo de dolor. Por suerte, no había perdido el conocimiento. Con la mano izquierda, apretaba fuertemente la muñeca del brazo derecho. Se había roto o dislocado un hueso del brazo derecho. Silvana llamó de inmediato a una ambulancia. Barclays le preguntó a Mario si se había golpeado la cabeza, pero este no supo responderle, parecía confundido, aturdido por el dolor. Trató de ponerse de pie, pero no pudo. Barclays le pidió que se quedase echado. En pocos minutos llegaron dos camiones de bomberos, haciendo ulular sus sirenas, bajaron seis hombres uniformados y se aproximaron a Mario. Uno de ellos le habló en español. Mario parecía nervioso, asustado. Dijo que no se había golpeado la cabeza, solo se había roto el brazo. Uno de los socorristas midió la altura desde la cual había caído y gritó:
-¡Veinte pies!
Otro tomó nota en un cuaderno. Al mismo tiempo, el bombero que hablaba en español le pidió a Mario un documento de identidad. Mario dijo que no tenía ninguno. Era indocumentado, ilegal, lo había sido muchos años. Mario miró a Barclays con preocupación. Barclays entendió que Mario tenía miedo de que lo deportasen. Por eso habló con el jefe de los bomberos. Discretamente, bajando la voz, retirándose unos pasos de la escena, le preguntó al jefe si habría problemas legales, no teniendo Mario documentos. El jefe le aseguró que no, que Mario no sería detenido, que lo llevarían al hospital público más cercano y allí sería atendido de inmediato, aun si carecía de papeles y seguro médico. Los bomberos colocaron a Mario en la camilla y lo cargaron cuidadosamente. Mario miró a Barclays como diciéndole: no quiero que me lleven al hospital, estoy en peligro, me van a deportar. Pero Barclays le aseguró que todo estaría bien.
Poco después, Barclays llamó a la esposa de Mario, le contó lo que había ocurrido y le dijo que Mario estaba en el hospital Jackson Memorial. Luego se dio una ducha, vistió traje y corbata y salió manejando deprisa al canal de televisión. Recibió varias llamadas de la esposa de Mario. Ya estaba en el hospital. No encontraba a Mario. No había nadie registrado bajo ese nombre. Barclays le pidió que siguiera buscando. Minutos antes de salir al aire, recibió tres llamadas más de la esposa de Mario. Lloraba, gritaba, estaba desesperada, creía que su esposo había muerto o lo habían arrestado. Barclays no sabía qué decirle para calmarla.
Terminando el programa, Barclays llamó a la esposa de Mario. No, no lo había encontrado. No, no había registro de su entrada al hospital Jackson. No, no contestaba el celular. La puta madre, pensó Barclays, quizás lo han detenido por no tener los papeles en regla. Luego buscó entre sus contactos del teléfono móvil al jefe de la iglesia evangelista de Mario y lo llamó. Lo conocía porque alguna vez, a pesar de ser agnóstico, había acompañado a Mario y su familia a esa iglesia evangelista, movido por su curiosidad de escritor. Efectivamente, Mario estaba en casa del pastor. El religioso lo puso al teléfono. Mario le dijo a Barclays:
-Tuve que escaparme del hospital, señor. Me iban a deportar.
-¿Pero te han atendido el brazo? -preguntó Barclays.
-No. El brazo va a sanar solo, no se preocupe. La próxima semana le termino el trabajo, señor.
-No seas loco, hombre. No hay apuro. Primero tienes que curarte.
-El brazo va a sanar solo, señor.
-¿Y por qué no has llamado a tu esposa? ¡Está desesperada!
-No puedo llamarla, señor. ¿Y si la migra escucha y viene? De repente la están siguiendo.
-¿Puedo llamarla yo?
-Sí, llámela usted. Dígale que estoy en casa del pastor.
Barclays hizo exactamente lo que Mario le pidió. La esposa de Mario dio alabanzas al Señor.
Al día siguiente, la esposa de Barclays contrató a una empresa especialista en mohos. Llegaron seis hombres en mamelucos celestes. Todos hablaban español, todos reconocieron a Barclays. El jefe del escuadrón, un cubano de nombre Jesús, examinó el piso húmedo y deteriorado, frunció el ceño, miró a Barclays como si este hubiese contraído el coronavirus y soltó un discurso exagerado, autoritario, gritón, no consultando si podía hacer tales y cuales cosas, sino anunciando que las haría: quería remover el piso, las ventanas, parte del techo, y todo eso tomaría varias semanas y costaría miles de dólares. Barclays lo odió enseguida. Esperó a que el cubano terminase su cháchara vocinglera y dijo a los gritos que solo debían retirar el piso de madera, nada más. Pero el jefe del escuadrón con ínfulas de dictador alegó también a los gritos que, aparte de cambiar el piso, era indispensable encontrar el origen de la filtración y atacar dicho problema de raíz, de modo que el nuevo piso no acabase pudriéndose también.
-¡Me importa un carajo si el nuevo piso se pudre! -gritó Barclays, furioso-. ¡No van a romper las ventanas y el techo! ¡Ni a cojones! ¡Acá no manda usted! ¡Acá mando yo! ¡Es mi casa!
-Qué decepción -musitó el jefe del escuadrón-. Yo era su fan. Ha perdido usted un fan.
-¡Me importa un carajo perder un fan! -siguió ladrando Barclays-. ¡Pero no van a romperme la casa para sacarme más dinero! ¿Me ha visto cara de imbécil, o qué?
Pactaron el precio por retirar el piso de madera. Barclays le pagó por adelantado. Luego se retiró, enfadado, y se encerró en su habitación. Llamó por teléfono a su esposa. Silvana acudió enseguida.
-¡Tú tienes la culpa de todo este caos! -le gritó Barclays, rabioso-. ¿No podían lavar tu alfombra? ¡Eres una exagerada, una neurótica, todos los meses quieres redecorar la puta casa!
Silvana demostró su profunda superioridad intelectual y emocional, guardando silencio.
-¡Por tu culpa Mario se ha roto el brazo! ¡Y ahora estos energúmenos vienen a romperme la casa para sacarme una fortuna!
Una hora después, Silvana reapareció en el cuarto de Barclays y le pidió que se acercara a la obra. El jefe del escuadrón le mostró a Barclays que, debajo del piso de madera que acababan de remover, había un entrepiso, cubierto todo por una esponja o una goma de color amarillento, la cual, según dictaminó, estaba podrida por la humedad, descompuesta y apestando, alojando los peores mohos. A continuación, dijo que tenían que retirar toda la esponja y atacar a los bichos del entrepiso con unas máquinas especiales. Resignado, Barclays autorizó que hicieran el trabajo y prometió pagarles el doble.
Media hora después, escuchó unos gritos. Era Silvana, llamándolo. Barclays se acercó al dormitorio de su esposa, que parecía devastado por una guerra. El escuadrón, al retirar la esponja infectada, se había topado con una sorpresa.
-¡Han encontrado una maleta! -anunció Silvana.
El jefe del escuadrón le enseñó a Barclays una maleta vieja, cubierta por una capa de moho, cerrada con una combinación de números.
-Nadie abre la maleta -ordenó Barclays-. Terminen el trabajo.
Luego cargó la maleta, se sorprendió de lo pesada que era, y la llevó a su baño.
Dos horas después, el escuadrón desinfectante terminó la obra y se marchó. Ahora Barclays y Silvana tenían que contratar a alguien que pusiera el nuevo piso de madera, para luego colocar la alfombra. Pero antes había que abrir la maleta. Lo intentaron, pero fue imposible.
Aquella noche, mirando la maleta escondida, Barclays hizo memoria: la casa había sido construida veinte años atrás y había tenido dos dueños, una familia danesa y un financista español. El danés había trabajado para una empresa tecnológica de coches eléctricos, Tesla, y luego había fichado por Amazon y toda la familia se había mudado a Seattle. A veces todavía llegaba correspondencia para ellos y Barclays la despachaba a Seattle. El español, de apellido Ulloa, trabajaba en un fondo de inversión y se había mudado a Nueva York. Con frecuencia llegaban correos para él y su esposa, una señora guapísima, principalmente invitaciones de museos e instituciones culturales, de las cuales eran benefactores. ¿Era la maleta escondida del danés? ¿O de su mujer, la danesa, amazona, campeona de saltos ecuestres en Palm Beach? ¿O pertenecía al financista español? ¿O era de su esposa? ¿O de un amigo o pariente en apuros, prófugo de la justicia?
Barclays y su esposa decidieron que abrirían la maleta y no buscarían a la familia danesa ni al inversionista español. Tuvieron que llamar al hermano de Mario, otro salvadoreño indocumentado, de nombre Néstor, para que abriera a las bravas la maleta. Le pagaron y esperaron a que se fuera, antes de asomarse al contenido. Entonces dieron un grito de euforia: dentro de un bolsón de plástico negro que ocultaba el tesoro, la valija estaba llena de fajos de billetes de cien dólares. Saltaron, jubilosos. Se abrazaron. Se besaron. Celebraron la insólita buena fortuna. Luego contaron los billetes: había un millón doscientos mil dólares, en billetes de cien, preservados en buen estado, metidos en bolsas de plástico, cada fajo sellado por un banco local.
-¡Ni a cojones llamamos al danés o al español! -gritó Barclays, eufórico-. Si se olvidó la maleta, ¡es porque no la necesita!
Al día siguiente Barclays llamó a Mario y le preguntó cómo se sentía.
-Mejor -dijo Mario-. El brazo va a sanar solo, señor.
Luego Barclays le preguntó cuánto le debía al banco por la casa que pagaba mes a mes.
-Ciento ochenta mil dólares, señor -dijo Mario.
Barclays le pidió a Mario la dirección de la casa del pastor evangélico donde se hallaba escondido. Luego salió de su casa, acompañado de Silvana. Manejaron hasta la casa del pastor. Mario salió a recibirlos, asustado o preocupado, temeroso de que fueran a reñirlo o despedirlo. Barclays le contó la historia de la maleta encontrada debajo de la esponja amarillenta del entrepiso. Luego abrió un maletín deportivo, sacó veinte fajos de diez mil dólares cada uno, doscientos mil dólares en total, y se los entregó a Mario, quien miraba todo, pasmado, los ojos muy abiertos, como si estuviera presenciando un milagro.
-Págale al banco todo lo que le debes -le dijo Barclays-. Cómprale la casa. Esta plata es tuya.
Mario, el brazo hinchado, amoratado, se puso se rodillas y gritó:
-¡Alabado seas, Señor!
Publicado: febrero 10 de 2020
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