Durante el gobierno de Juan Manuel Santos, cuando el uribismo ejerció una oposición férrea y contundente, ante la fuerza de las evidencias y la gravedad de las denuncias elevadas por el presidente Uribe y sus copartidarios del CD, el régimen desató una de las más sucias campañas de desprestigio de la historia nacional.
Álvaro Uribe, se ha caracterizado por ser un dirigente político que actúa de frente. Una de sus frases más comunes es aquella en la que recuerda que “lo que yo digo en privado, puedo repetirlo en público”.
Sus posiciones han sido coherentes y claras. Se opuso a Santos, por haber engañado a los millones de colombianos que votaron por él, creyendo que le daría continuidad a la exitosa política de seguridad democrática. Una vez entronizado en el poder, resolvió quitarse la máscara, para convertirse en un furioso crítico de las ideas con las que impulsó su candidatura, y en un implacable perseguidor de aquellos que otrora habían sido sus compañeros de brega política.
Juan Manuel Santos es, sin duda ninguna, el más grande estafador político de Colombia.
En franca lid, él jamás habría ganado las elecciones de 2014, cuando fue reelegido. Además de financiar ilegalmente su campaña con plata de Odebrecht, intentó atajar al uribismo a través de burdos montajes, todos ellos planeados y puestos en marcha por el siniestro almirante Echandía, quien fungía como cabecilla de la inteligencia santista, estructura que se convirtió en una suerte de policía política.
Se prefabricaron dos casos: el del hacker Sepúlveda y el de Andrómeda. El objetivo era el mismo: mostrar a Uribe como la persona que ordenó interceptaciones ilegales a través de distintas estructuras al margen de la ley.
La farsa surtió efecto. El candidato del Centro Democrático a la presidencia, Óscar Iván Zuluaga, fue derrotado en la segunda vuelta de aquellas elecciones y el presidente Uribe, injustamente vinculado a unas investigaciones penales, por hechos en los que evidentemente no tuvo participación ninguna.
Santos no respetó los límites para cumplir con su propósito de aplastar a sus rivales uribistas. Sobornó periodistas para que desataran el peor de los matoneos morales –character assassination- de que haya memoria. Igualmente, invadió la órbita de la rama judicial, para estimular el inicio de investigaciones penales contra figuras clave del uribismo. El hermano del presidente Uribe, Santiago, que es un hombre honesto, fue injustamente encarcelado, en el marco de un proceso por paramilitarismo que no tiene ni pies ni cabeza y en el que el principal testigo, es un sicópata con diagnóstico de esquizofrenia.
La respuesta de Santos a los debates y cuestionamientos políticos que se le hicieron desde el uribismo, siempre fue ilegítima y tramposa.
El paso del tiempo, ha servido para despejar el escenario y dejar nuevamente en evidencia la mezquindad del expresidente que se obsesionó con acabar a Álvaro Uribe y al Centro Democrático. Hace pocas horas, se conocieron algunos detalles de la diligencia que tuvo lugar en el batallón de ciberinteligencia, del Ejército Nacional.
El procedimiento, que se adelantó a finales de diciembre del año pasado, tenía el propósito de encontrar pruebas para confirmar o desvirtuar la participación del presidente Uribe en los casos Andrómeda y del hacker Sepúlveda.
Uno de los oficiales interrogados, de manera enfática aseguró que la información de inteligencia recabada por el batallón al cual él pertenece, nunca le ha sido entregada al presidente Uribe. Igualmente, aclaró que el trabajo adelantado por los militares estaba centrado en interceptar con fuentes humanas a grupos armados ilegales como el ELN y los denominados Pelusos.
El daño causado por Santos es irreparable. A punta de trapisondas y tinglados criminales, sumados a los ríos de dinero de la corrupción, logró atajar al uribismo en 2014 y, gracias a ello, contó con cuatro años de gobierno ilegítimo, para finiquitar su pacto de impunidad con los terroristas de las Farc.
Publicado: febrero 5 de 2020
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