-Tenemos que rebajarte el sueldo a la mitad.
El dueño del canal de televisión, arrellanado en una poltrona, fumando un habano, alisándose el bigote con las manos, prosiguió con las malas noticias:
-El canal está endeudado. Las ventas han bajado. Los acreedores nos exigen bajar los costos a la mitad. Si no lo hacemos, nos quitarán el canal.
El dueño de la televisora parecía preocupado, pero no angustiado; inquieto, pero no asustado. Había sido rico toda su vida. Estaba acostumbrado a deber millones. También estaba acostumbrado a ganar millones. No solo era el dueño del canal de televisión, además poseía numerosas estaciones radiales, más de treinta, en todo el país. Curiosamente, las radios dejaban ganancias más elevadas que el canal.
Barclays, la estrella del canal, el presentador del programa más exitoso, el que tenía más público y clientes publicitarios, encajó el golpe con aplomo. Irritado porque el dueño fumaba y lo intoxicaba con el humo del habano, dolido porque el magnate parecía disfrutar de adelgazarle el sueldo y rebajarle de ese modo la inflamada vanidad, comprendió que, si se daba aires de divo y renunciaba en protesta por el recorte en sus honorarios, corría el riesgo de quedarse fuera de la televisión, sin trabajo, pues su contrato estipulaba que, en caso de no renovar con la cadena, debía esperar un año antes de aparecer en cualquier otra estación de ese país. A regañadientes, firmó las enmiendas al contrato, aceptando ganar la mitad. Antes, pidió al dueño un paquete de acciones de la corporación, petición que el magnate aprobó en compensación, para mitigar el golpe.
Esa misma noche Barclays se reunió con sus colaboradores y les anunció que no podría seguir pagándoles los sueldos a que estaban acostumbrados en los últimos años: puesto que la productora de Barclays recibiría apenas la mitad del dinero que solía recibir, todos tenían que aceptar un recorte de cincuenta por ciento en sus salarios. Eran ocho personas: el director de cámaras, dos productores, dos editores, dos asistentes todoterreno y un chofer, todos ellos empleados de Barclays, no del canal. Devastados por la pésima noticia, se resignaron a aceptarla, a falta de un mejor horizonte. Pero uno de ellos, el más veterano, Espinosa, el director de cámaras, se indignó y levantó la voz, mirando a Barclays con animosidad:
-¡Ni a cojones me vas a pagar la mitad! ¡Yo no puedo vivir con la mitad de mi sueldo! ¡No me toques los cojones!
Espinosa era el director de cámaras, pero, en realidad, era un artista, un artista incomprendido, o así se sentía él. Había dirigido una película fallida que nunca llegó a estrenarse, varios documentales, y era muy respetado en la industria de la televisión, donde se lo tenía como un extravagante, un diletante, un excéntrico supremamente talentoso, con manos de pianista, con un instinto infalible para elegir la toma correcta, el tiro de cámaras perfecto. Vivía solo. Era un playboy en sus tardíos cuarentas. Era guapo, bien parecido, y además simpático, ocurrente, encantador. Cambiaba de novia cada dos o tres meses. Tenía una hija ya adulta a la que no veía, pues ella le guardaba rencor porque Espinosa no le pagó sus estudios. Vivía en apartamentos alquilados, se mudaba todos los años. Era un sibarita. Gastaba su dinero en comidas, bebidas, ropa, en autos de colección, generalmente descapotables. No viajaba. Odiaba viajar en avión.
-¿O sea que yo voy a ganar la mitad y tú no? -le preguntó Barclays-. ¿Todos vamos a ganar la mitad y tú no?
Espinosa se puso de pie, miró a Barclays de modo desafiante y dijo:
-Tú vas a ganar la mitad de una fortuna. La mitad de una fortuna sigue siendo una fortuna.
Los colaboradores del equipo lo miraron con genuina admiración. Espinosa hablaba por todos ellos, tenía un coraje y una gracia que los demás le celebraban con disimulo, no fuera a enfadarse el jefe.
-Pero yo gano un sueldo de mierda -siguió Espinosa-. Lo que me pagas es mucho menos de lo que yo valgo. ¿Y ahora quieres pagarme no una mierda, sino la mitad de una mierda? ¡No jodas, hombre! ¡No lo acepto! ¡A mí no me tocas los cojones!
Barclays y Espinosa llevaban quince años trabajando juntos en programas de televisión. Eran amigos. Barclays no se sentía el jefe, Espinosa en ningún caso se consideraba el subordinado, el avasallado. Salían a cenar juntos cada tanto, después del programa. Espinosa narraba sus épicas conquistas amorosas, era un donjuán consumado. Barclays lo quería, lo admiraba, lo consideraba un gran personaje literario. Por eso le dolió decirle:
-Entonces estás despedido.
Espinosa se quedó mudo, intensamente pálido. No lo podía creer. Barclays, su amigo de tantos años, lo estaba echando, expectorando como una flema, un gargajo, humillándolo ante los colaboradores del equipo.
-¡Eres un traidor! -le gritó a Barclays, y se retiró de la sala, dando un portazo.
Fue uno de los momentos más tristes y espantosos en la carrera de televisión de Barclays. Se sintió una mala persona, un mal bicho. Los días siguientes, Espinosa le dejó mensajes en el teléfono llenos de procacidades rencorosas, de amenazas, insultos y obscenidades:
-Tu programa es una mierda. No lo ve nadie. Lo ven las viejitas en los geriátricos. Te van a despedir. El canal va a quebrar.
Barclays no respondía a los insultos de su examigo, pero la culpa y la congoja lo invadían, y a veces se preguntaba si no había sido injusto al despedirlo sin miramientos.
-Ojalá te dé cáncer y te mueras pronto -le dijo Espinosa, en uno de sus tantos mensajes injuriosos.
Pero el canal no quebró y Barclays no fue despedido ni se murió. Porfiado y envanecido, encontró la manera de seguir haciendo el programa más exitoso del canal. No tuvo dificultades en contratar a otro director de cámaras, un señor que vivía levemente alcoholizado y, no obstante, era un profesional de prestigio, que hacía bien su trabajo: de hecho, cuando estaba sobrio se quedaba como pasmado y le fallaban los reflejos.
Sin trabajo, sin ofertas de trabajo, desairado por los canales de televisión a los que se ofreció, Espinosa sorprendió a sus amigos, reinventándose de una manera que nadie habría sospechado: se convirtió en cantante. No daba conciertos para todo público, solo cantaba en fiestas, casamientos, eventos privados. No cantaba canciones suyas o escritas por él, solo cantaba canciones de Frank Sinatra. Como tenía muchos amigos, y cantaba maravillosamente, y era guapo y seductor, y sabía vestirse como un dandy, y era el último playboy de la ciudad, le llovieron invitaciones, contratos, compromisos de toda índole. De pronto Espinosa conoció una forma de felicidad, la de la expresión artística, la del talento para cantar, que hasta entonces le había sido esquiva, o que había pospuesto como un sueño lejano, el de ser cantante, que, cerca de cumplir los cincuenta años, parecía ya imposible de cumplir. Era mucho más feliz que cuando trabajaba con Barclays, y ganaba más dinero cantando en fiestas que cuando era director de cámaras. El imbécil acomplejado de Barclays me hizo un favor al despedirme, pensaba Espinosa. Ahora no soy el que trabaja para el artista, ahora el artista soy yo, la estrella soy yo, pensaba, disfrutando de su tardío e improbable éxito como una suerte de Sinatra redivivo.
Hasta que, en una fiesta que dio el magnate, el dueño del canal de televisión, Espinosa fue contratado para cantar, dio un espectáculo sobrio y enjundioso y conoció a la hija del dueño, una joven de treinta años. Fue un amor fulminante, a primera vista. Ella quedó encandilada por la belleza del cantante, su elegancia natural, su voz suave y sus maneras de torero, el brillo risueño de su mirada. Hicieron el amor esa misma noche, en la limosina que había alquilado Espinosa para llegar como una estrella a la casa del magnate. Se hicieron inseparables. Espinosa se mudó al apartamento de la chica. Siguió cantando. No veía televisión. Veía películas, series, documentales, pero no perdía su tiempo viendo televisión abierta, a la antigua. Se olvidó de Barclays, dejó de enviarle mensajes rencorosos. Se hizo amigo del dueño del canal, su suegro o casi suegro o suegro en vías de serlo. Aunque detestaba viajar en avión, terminó viajando con su novia y su suegro en el avión privado de este último. Era ya parte de la familia. Su novia quería casarse, pero él se negaba. Su novia quería tener un hijo, pero él se rehusaba. Su novia quería que Espinosa grabase un disco, pero él dijo que no le interesaba cantar a Sinatra en un disco, lo que le gustaba era cantarlo en vivo, en fiestas, frente a un público arrobado.
Pareció una prolongación natural del afecto y la confianza que el magnate y su hija le tenían a Espinosa que le ofrecieran un puesto ejecutivo en la empresa familiar. Como lo querían, y apreciaban su gran sentido del humor, y consideraban un artista, le ofrecieron, sin dudarlo, la gerencia creativa o artística del canal, la gerencia de programación, de modo que él decidiera qué programas continuarían, qué programas serían dados de baja y qué nuevos programas lanzarían. Espinosa aceptó el desafío sin jactancias ni aspavientos, como si lo mereciera de toda la vida. Le pagaban una fortuna, aun más de lo que ganaba Barclays, y solo tenía que ir a su oficina del canal tres veces por semana. Desde luego, los fines de semana Espinosa seguía cantando en fiestas de quinceañeras, en casamientos y aniversarios matrimoniales, en cumpleaños y eventos corporativos, y era siempre el rey de la fiesta.
De pronto convertido en jefe de Barclays y autoridad del canal, Espinosa citó a su oficina a Barclays y lo saludó con un frío apretón de manos.
-La vida te da sorpresas -le dijo.
Barclays no podía creerlo: su antiguo amigo y empleado, Espinosa, era ahora un cantante celebrado, el novio de la hija del dueño y el gerente artístico del canal. Ni en mis sueños más salvajes me hubiera imaginado esto, pensaba Barclays, esperando a que Espinosa le diera las malas noticias. En efecto, habló Espinosa:
-He decidido que no vamos a continuar con tu programa.
Barclays esperaba que le bajaran el sueldo, no que lo despidieran.
-Pero mi programa es un éxito -se defendió-. Tiene el rating más alto del canal.
Espinosa se relamía, saboreando el plato frío de la venganza:
-He decidido que no vamos a continuar con tu programa en el horario de las nueve de la noche. Lo vamos a pasar a las once de la noche.
Barclays sintió el golpe, pero en cierto modo respiró, aliviado. Espinosa continuó:
-Y no podemos seguir pagándote tanto dinero. Vamos a bajarte el sueldo a la mitad.
Humillado, Barclays rogó:
-Por favor, no me hagas eso. De nuevo cortarme el sueldo a la mitad es un abuso.
-Si no te gusta, puedes renunciar y tomarte un sabático -dijo Espinosa.
Barclays bajó la cabeza, derrotado.
-Algo más -dijo Espinosa-. Los viernes voy a cantar en vivo una canción de Sinatra en tu programa.
Publicado: diciembre 23 de 2019
5