El paro y la pretensión totalitaria

El paro y la pretensión totalitaria

El «paro» no fue nacional pero fue mucho más que un paro. No fue nacional porque la inmensa mayoría ni protestó ni se unió al paro y solo salieron a marchar en todo el país unas doscientas cincuenta mil personas. No es verdad que sea, ni de lejos, la más masiva de la historia reciente. Hay otras parecidas y en las del 04 de febrero del 2008, por ejemplo, salieron cuatro millones, como mínimo, a protestar contra las Farc.  

Pero fue más que un paro. Por un lado, tras unas marchas que fueron pacíficas, el final del día vino con disturbios y enfrentamientos con la Policía, ataques a los sistemas de transporte masivo y, en Cali el 21 y en Bogotá el 22, con saqueos a comercios y viviendas. Y no, no es verdad que, como plantean dirigentes de izquierda en un tácito ejercicio de justificación, los paros y marchas vengan siempre acompañados de disturbios y violencia. El movimiento estudiantil por la constituyente, del que hice parte, consiguió transformaciones históricas sin tirar una piedra. Yo he marchado media docena de veces sin un solo enfrentamiento con el ESMAD, un daño al mobiliario público o un acto cualquiera de violencia. No sobra insistir: frente a la violencia y el delito solo cabe la respuesta necesaria y proporcional de la Fuerza Pública, sin vacilaciones ni ambigüedades. Proteger la vida, integridad, honra y bienes de los habitantes es la misión fundamental del Estado.

Por el otro, el paro desencadenó un conjunto de hechos políticos de suma importancia que ameritan un análisis profundo. Sin esperar el desarrollo de la semana, que fue mostrando un languidecer acelerado de las protestas hasta que el jueves pasado apenas mil y pico de personas salieron a las calles, Duque se apresuró a plantear una “conversación nacional” con el ánimo de revisar la política social del gobierno.

Y cuando el paro moría, lo devolvieron a la vida con una carta, firmada por el comité nacional del paro, la izquierda en todos su matices, Farc entre ellos, el santismo y el samperismo. Los firmantes demandan un «diálogo eficaz» con el Gobierno para «garantizar la concertación de acuerdos sobre los problemas fundamentales del país” y que esos acuerdos se «plasmen en medidas verificables que resuelvan tales problemas”. De paso, pretenden que el diálogo verse no sobre las propuestas del Gobierno sino sobre las que  llaman de la “sociedad civil”: implementación del acuerdo con las Farc y retomar las negociaciones con el Eln, reforma política y electoral, política de seguridad y los derechos humanos, medidas anticorrupción” y medio ambiente. Es decir, salvo la política internacional, todo.  

Pues bien, ocurre que esa pretensión es ciertamente antidemocrática. Ni los 250 mil marchantes ni el comité del paro son «el país», ni los firmantes representan a “la ciudadanía”, como dicen en su carta. Como mucho, se representan a sí mismos y a sus organizaciones. Pero no al resto de colombianos, ni a los 48.5 millones que no marcharon, ni a los 19.6 millones que votaron en las elecciones del 2018. Los marchantes son apenas el 1,27% de los votantes, el 0,51% de los colombianos. 

Es antidemocrático e inconveniente reemplazar el debate en el Congreso por el diálogo directo con grupos sociales para la definición de la agendas, las políticas y programas que debe adelantar el Gobierno. En Colombia, las leyes se hacen en cuatro debates, en órganos distintos, con tiempos definidos entre cada uno. Las reformas a la Constitución en ocho, en dos legislaturas distintas. No es un capricho. La Constitución ha previsto un sistema deliberativo, razonado, plural y pausado para hacer y modificar las leyes y cambiar la Constitución. En el Congreso están representados 18 partidos y movimientos distintos, todos ellos, menos las Farc, con probado respaldo ciudadano. 

Finalmente, hay que decirlo con todas sus letras, es una pretensión totalitaria que unas minorías, que además perdieron las elecciones, quieran imponer su agenda y sus posiciones políticas a las mayorías silenciosas que no marcharon y a las mayorías que ganaron en las urnas. Y es una pretensión fascista que quienes están organizados corporativamente, por muy representativos que sean de sus grupos sociales, quieran reemplazar al Congreso y al gobierno elegidos popularmente. Y es fascismo puro y duro pretender gobernar por las vías de hecho, por la posibilidad de organizarse e ir a las calles, por la capacidad para perturbar la movilidad y el orden o por la violencia para enfrentarse a la Fuerza Pública o causar daño a los indefensos ciudadanos.

Los gobiernos deben tener el oído fino para captar, más allá de las elecciones, lo que los ciudadanos sienten y dicen. Y deben escuchar con atención a quienes protestan. Pero tienen que tener cuidado de no horadar el sistema democrático que les da su legitimidad. El Gobierno debe oír a los marchantes, pero no puede, de ninguna manera, negociar su agenda, sus políticas y sus programas.  

@RafaNietoLoaiza

Publicado: diciembre 3 de 2019

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