Las organizaciones políticas que llamamos estados nacen para cumplir dos funciones fundamentales: por un lado, proteger la vida, libertades y bienes de sus habitantes y, por el otro, impartir justicia de manera imparcial y objetiva. Todas las otras funciones que se le han ido adjudicando a los estados a través de la historia son adicionales y subsidiarias y sobre el alcance de ellas versa el grueso de la discusión política contemporánea. Más o menos estado. Pero hay consenso en que si los estados no cumplen sus dos funciones originarias y principales fracasan, devienen en lo que un sector de la doctrina ha llamado “estados fallidos”.
Seguridad y justicia, por tanto, son los dos fines fundamentales que los estados deben atender como prioritarios. Son ellos, además, la razón para que deban tener el monopolio de la fuerza y son las bases sobre las cuales se asienta la convivencia pacífica. Si el estado no puede garantizarlos, tarde o temprano grupos de ciudadanos se organizarán para defenderse y harán justicia por propia mano. En Colombia lo vivimos con la erupción de los grupos de autodefensas. La espiral autodestructiva solo se detuvo con “la seguridad democrática” de Álvaro Uribe, asentada en dos decisiones vitales de Andrés Pastrana: el plan Colombia y la reforma del Ejército. Sin el fortalecimiento de la Fuerza Pública, de la mano de la inequívoca voluntad política del gobierno, hubieran sido imposibles el desmonte de los grupos “paramilitares” y, después, la negociación con las Farc.
La moción de censura al anterior ministro de Defensa y los actos de vandalismo tras el paro del 21 deben leerse también desde esa perspectiva. La moción al entonces ministro, planteada con la intención de volver al Gobierno rehén de las mayorías del Congreso, devino en un debate sobre el ataque a un campamento de las “disidencias” de las Farc que trajo como resultado el debilitamiento estructural de la potencia aérea del Estado, la ventaja estratégica que aún mantiene el Estado para enfrentar a los grupos armados organizados. Los ataques a la Policía y los saqueos a comercios, bancos y viviendas en Cali la tarde del 21 y en Bogotá esa noche y la del viernes, tienen un efecto sicológico aún más dañino: primero, la percepción creciente de que es posible agredir a un policía sin que ello suponga riesgo alguno para los agresores y, después, la sensación de que ni siquiera en casa se está seguro. Se propagan la incertidumbre y el miedo. Empoderar a la Policía, definir con claridad su capacidad de respuesta frente a las agresiones, es fundamental para el futuro de la seguridad ciudadana. En otros países, inequívocamente “civilizados”, cualquier situación que amenace la vida o integridad física del policía o de los ciudadanos inocentes que debe defender, autoriza al uso de la fuerza disponible, incluso a quitar la vida del agresor.
La semana previa al paro insistí una y otra vez en que no me preocupaba la protesta sino la deriva violenta con que podía venir acompañada. Las advertencias fueron insuficientes. Hasta el viernes, en que por fin se tomaron medidas, los violentos parecían ir ganando la partida. ¿Una minoría? Sin duda. La inmensa mayoría de colombianos es pacífica como en paz trascurrió el grueso de la protesta. Pero basta con unos centenares de violentos para generar el caos. Y en el caos son más lo que se suman al vandalismo. En el momento en que escribo esta columna, sábado en la mañana, no se posible saber si en la tarde y en la noche se mantendrá el orden, si como anoche en Bogotá habrá disturbios y saqueos, o si tras una relativa calma del fin de semana, el lunes se volverá a los bloqueos y a la violencia. La clave, creo, es la respuesta firme del Gobierno. En el momento en que de la impresión de que la situación se le escapa de las manos, perderá el control que aún tiene.
Y no puede darse ese lujo. Al problema de gobernabilidad que tiene ya en el Congreso se añadió en las elecciones uno con las regiones: en la mayoría de las ciudades capitales se eligieron mandatarios opositores. Es, además, un gobierno sumamente impopular, como lo reflejan las encuestas y, hay que decirlo, las protestas del 21. Si a ello se sumara que se pierda la gobernabilidad en las calles, la situación será insostenible. Como antes, insisto ahora en que la gobernabilidad es, de lejos, el principal desafío de Duque.
La percepción de debilidad no lo ayuda en el propósito de conseguirla. Los políticos huelen la sangre a distancia. Ya la antigua unidad nacional lo acorraló en el Congreso. Ahora la izquierda, atribuyéndose un discutible liderazgo en el 21, lo sentó a la mesa. Tengo serias preocupaciones sobre el impacto en la democracia de arrinconar a un gobierno elegido con la mayor votación en la historia, hacerlo deponer su programa de gobierno e imponerle la agenda de los derrotados. Pero eso es harina para otra columna.
Publicado: noviembre 26 de 2019
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