Las relaciones entre estos dos aspectos de la vida humana son de muy vieja data. Hasta el advenimiento de la Modernidad, fueron estrechísimas.
He señalado en otras oportunidades que la religión parte de la base de que habitamos en medio de dos mundos, el natural y el sobrenatural; que entre ambos hay interacciones; que se da en los seres humanos el tránsito de esta vida mortal a la eterna; y, en un concepto más evolucionado, que el modo como vivimos en este mundo natural condiciona el de nuestra supervivencia en el más allá.
La religiosidad se pone de manifiesto en los más antiguos restos de la vida primitiva que han llegado hasta nosotros y aparece bajo diversas modalidades en todas las culturas y civilizaciones.
Ella cumple distintos cometidos tanto en la vida individual como en la colectiva. En esta ha sido determinante de la configuración, la cohesión y el ordenamiento de las sociedades primitivas y tradicionales, así como de la legitimación de las autoridades que las han gobernado. Ahí de da, entonces, la íntima conexión de lo religioso con lo político.
A lo largo de la historia cada colectividad se ha identificado a partir de lazos religiosos. El fenómeno es nítido en la antigüedad romana. El Fas, que era el derecho antiguo de Roma, tenía significado eminentemente religioso. De ahí que el vínculo político, así como el jurídico, fuera ante todo de índole religiosa. La pertenencia al pueblo romano implicaba la sujeción a una colectividad religiosa, dando lugar así, como lo dice Fustel de Coulanges en su famosa obra «La Ciudad Antigua» a una religiosidad cívica. Pero este es apenas un ejemplo, desde luego eminente, del fenómeno. Otros historiadores han llegado a la conclusión de que los imperios antiguos se estructuraban alrededor de centros religiosos en los que el Templo era el núcleo fundamental, según lo acredita, por ejemplo, la historia de Israel. Para no ir muy lejos, el mundo islámico aún hoy gira en torno de la Umma, es decir, la unidad de los creyentes, que los somete rígidamente y excluye a los infieles.
Si el vínculo religioso es determinante de la configuración y la cohesión de culturas y civilizaciones tradicionales, el mismo constituye entonces, como lo sostenían antaño los conservadores, fundamento del orden social y de la legitimidad del poder político.
Es conocido, aunque de hecho olvidado hoy en día, el argumento conservador acerca de la importancia de la religión en la vida colectiva:»Sin religión no hay moralidad; sin moralidad no hay orden; y sin orden no hay derechos».
El ordenamiento social implica autoridad, y esta en todas las latitudes ha invocado argumentos religiosos para imponerse y consolidarse. En unas partes se ha sostenido la divinidad o la filiación divina de las altas autoridades, tal como se creía en Egipto, en Persia, en China o en Japón, y trataron de imponerlo sobre la base de ficciones los Césares en Roma. Estas ideas se proyectaron de distintas maneras en la Europa cristiana, al tenor de lo que Duverger denomina la «investidura providencial» de que trata el texto de San Pablo que proclama que todo poder viene de Dios. El célebre historiador británico Cristopher Dawson observa que en el mundo bizantino dieron lugar a que el poder religioso y el político confluyeran en el Basileus, mientras que en el occidental se mantuvo la distinción entre el poder temporal y el espiritual, que postula el Evangelio cuando habla de lo que es del César y lo que es de Dios, pero reconociendo la supremacía moral del segundo, representado en el Papado. De ahí que la legitimación del poder real pasara por la unción sagrada. En el mundo protestante y sobre todo en Inglaterra cobró fuerza la doctrina del Derecho Divino de los Reyes, de que trata la obra del mismo nombre de otro historiador británico, John Neville Figgis, que con distintos argumentos destacaba el poder monárquico por encima del eclesiástico y dio lugar, cuando se impuso la Reforma, a que los príncipes acumularan a su poder político el religioso. Es el caso de Enrique VIII, que se proclamó jefe de la Iglesia de Inglaterra, autoridad que todavía hoy ejerce nominalmente S.M. Isabel II (vid. El derecho divino de los Reyes).
En «La Cultura del Renacimiento en Italia» muestra Burckhardt cómo los señores se exhibían ante el pueblo tratando de identificarse con Nuestro Señor Jesucristo y hasta con el Niño Jesús. Y es sabido que a Isabel I de Inglaterra se la presentaba como la «Reina Virgen» (que era lo primero, mas no lo segundo) para usurpar el puesto que la Santísima Virgen María ocupaba en la veneración del pueblo.
El pensamiento político moderno, a través de una interesante evolución que no es del caso reseñar aquí, ha tratado de independizar lo político de lo religioso. Hay distintos aspectos de esta tendencia, tales como la tesis de Maquiavelo según la cual el Príncipe debe ejercer su poder mirando ante todo los hechos y dejando de lado la moralidad; la de Grocio, que considera que la normatividad jurídica tiene fundamento exclusivamente racional y no requiere la idea de Dios; la de Pufendorf, que desliga el derecho de la metafísica realista; la de Thomasius, que diferencia el derecho y la moral señalando que el primero regula los aspectos externos del obrar humano, mientras que la segunda versa sobre los interiores; etc.
El desenlace de estas y otras ideas da lugar a que se piense que la religión es asunto exclusivamente individual que incluso corresponde a cierta etapa infantil o al menos adolescente de la evolución del espíritu humano, mas no a la su madurez, tal como lo enseña Kant en su opúsculo «Qué es la Ilustración«: «La Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad.»
Por consiguiente, se cree que la religión no tiene que ver con la configuración de la sociedad, que racionalmente deriva de un contrato y no de la Providencia ni de la historia, ni con la legitimación de la autoridad, que según Max Weber en los tiempos modernos de desencantamiento del mundo ha de ser eminentemente racional, a diferencia de los tiempos antiguos en que era de índole carismática o tradicional.
Esto ha conducido a que en el pensamiento político-jurídico dominante hoy se diga que las ideas religiosas no tienen cabida en el debate que se da en el seno de la razón pública. Pero se desconoce que esta supuesta razón pública se halla permeada por no pocos ingredientes que son en sí mismos irracionales o cuya racionalidad está en tela de juicio. Muchos de esos ingredientes son meramente ideológicos, como los que postula hoy la ideología de género, de muy cuestionables bases científicas y filosóficas.
Se ignora que ideas morales de tanta significación como la de dignidad de la persona humana o la valoración positiva de la libertad y la igualdad, remiten indiscutiblemente a la tradición cristiana, como en su momento lo demostró Lord Acton.
Se ignora también que el espíritu religioso ha perdurado en lo que Karl Schmitt y otros han identificado como religiones políticas. Del nacionalismo, por ejemplo, se ha dicho que es el Dios de la Modenidad, título de una interesante obra de Josep Llobera. Ya la tesis había sido expuesta minuciosamente por Rudolf Rocker en «Nacionalismo y Cultura«, en donde postula que todo pensamiento pollítico es en el fondo religioso. Por su parte, Ernst Cassirer denunció en un libro que ya es clásico, «El Mito del Estado«, la irracionalidad del totalitarismo del siglo XX. Y André Reszler, en otro interesante libro, se ha ocupado de los mitos políticos modernos.
Se cumple así lo que sostuvo Will Durant acerca de que las religiones pueden cambiar de forma y de contenido, pero su vigencia se mantiene en las sociedades. De hecho, la saña anticristiana del liberalismo actual, de signo libertario, y los distintos socialismos, excluyendo los de trasfondo cristiano, ostenta todas las características de empeño religioso en el peor sentido de la expresión, con su intolerancia y su fanatismo.
Otro aspecto de la cuestión que merece capítulo aparte toca con las relaciones del Estado con las organizaciones religiosas, especialmente la Iglesia Católica. Ahí entra en juego el debate entre el clericalismo y el anticlericalismo, que tanta incidencia tuvo en nuestra vida política en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: octubre 31 de 2019