La cinematográfica fuga de la ex congresista Aida Merlano, condenada a quince años de prisión al haber sido hallada culpable por la Corte Suprema de Justicia por delitos de concierto para delinquir y corrupción al sufragante, ha generado todo tipo de reacciones. Las imágenes de Merlano bajando por una soga con una vestimenta punto en blanco y su aparatosa caída al final de su descenso han sido objeto de comentarios que van desde la burla hasta la más profunda indignación. Tan espectacular fue todo el episodio que nos hizo pasar por alto que ese día, dos de octubre, se cumplieron los tres años en que se sufragó la peor fuga, si así le podemos llamar, de los peores delincuentes que ha visto Colombia.
Volviendo al tema de Merlano, en su condena confluyen elementos de justicia y de injusticia. Es justa en la medida en que se le comprobó que cometió una conducta delictiva y por ende fue sentenciada y condenada según los cánones de la ley. Pero es injusta si tenemos en cuenta que, aun quedan muchos por capturar y condenar por los mismos delitos y que delincuentes que cometieron peores delitos como masacres, secuestros, violaciones de menores de edad, contaminación del ecosistema y un sin fin más están calentando silla en el Congreso de la República gracias al peor acto de corrupción jamás cometido en Colombia.
Ese acto de corrupción, llamado el robo del Plebiscito, es el que hoy tiene hoy a Colombia sumida en la más profunda crisis institucional y moral de su historia republicana. No podemos olvidar que ese dos de octubre de 2016 un gran sector de la ciudadanía le dijo a Juan Manuel Santos que no aprobaba el acuerdo al que había llegado con las Farc. Me dirán que una victoria con un margen tan corto entre ambas vertientes no se puede considerar como un gran sector de la ciudadanía pero sí lo es si tenemos en cuenta que ganamos contra viento y marea y que ese viento y esa marea no son nada distinto a la corrupción y al Estado puesto al servicio de la voluntad de Santos.
El escaso margen numérico, más no real, fue el que le permitió a Santos sentirse con la confianza de desconocer su derrota. Como un dictador de esos de boina y bigote Santos doblegó a las instituciones hasta el punto de quiebre para que le dieran las herramientas necesarias para institucionalizar un acuerdo de impunidad. Su primer paso fue hacerle pensar a la ciudadanía que acataría la voluntad popular. Todavía me parece estar viendo su alocución presidencial acompañado entre otros por el General Naranjo, Roy Barreras, Frank Pearl, Humberto de la Calle, Juan Fernando Cristo y Mariangela Holguín en la que dijo que “la mayoría, aunque sea por un estrechísimo margen, dijo que no… la otra mitad del país ha dicho que sí” ¿cómo no lo vimos venir? Pienso que la felicidad nos cegó y no nos permitió entender que esa frase sería el preludio de lo que pasaría después. Lo primero que hizo fue hacernos creer que se harían cambios de fondo al “mejor acuerdo posible”. Después de evidentemente no hacer cambios sustanciales resolvió darle legitimidad al tal nuevo acuerdo a través de la sentencia de la Corte Constitucional que resolvió que la refrendación popular se podía hacer a través del Congreso, Congreso que, en su mayoría y con la excepción del Centro Democrático, estaba al servicio de Santos. Fue en ese momento en que el frasco de mermelada se rebozó hasta el punto de dejar por su paso a un sinnúmero de funcionarios de todas las ramas del poder público en un profundo coma diabético del que aun muchos no quieren despertar.
Como paréntesis no deja de ser irónico que la oficialidad del partido conservador, el mismo que lanzó a la desgracia a la fugada Aida Merlano, fue parte de todo este despropósito junto a la U y los sectores de izquierda. Pero la ironía más grande es que mientras Merlano se esconde, los que ostentan doctorados en corrupción algunos están en el Congreso, otros se visten de togas y el peor se pasea por el mundo con un Nobel de Paz debajo del brazo.
Publicado: octubre 4 de 2019
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