Hay demasiada oscuridad en lo que atañe al futuro de Colombia. Los signos en los distintos campos son ominosos, trátese de de la prosperidad de la economía, del orden social, de la eficacia de las instituciones, de la moralidad o de lo que se quiera.
Cuando se celebró la firma del acuerdo con las Farc (NAF) se anunció que el país entraría a la etapa promisoria del post-conflicto, que prometería una paz estable y duradera, bien cimentada en los compromisos contraídos tanto por las autoridades como por los insurrectos que prometieron desarticular sus frentes, entregar sus armas, recluir sus efectivos en zonas especiales, colaborar con la erradicación de los cultivos de marihuana, coca y amapola, etc.
Hoy, cerca de tres años después y en vísperas de los comicios departamentales y locales, la revista Semana anuncia en su portada que el proceso electoral en curso está bajo fuego (Ver Violencia política en las elecciones regionales 2019).
No estamos, entonces, en paz, y la razón es muy sencilla: la herencia de las negociaciones de Santos con las Farc es el crecimiento de hecho incontrolable de los cultivos de coca, que ha dado lugar a que Colombia sea mayor productor de cocaína en el mundo. De hecho, Santos nos dejó convertidos en un Narcoestado.
La droga que producimos no solo se proyecta hacia el exterior, siguiendo la perversa estrategia comunista de promover la corrupción sobre todo de la sociedad norteamericana, sino en el interior, bajo la destructiva modalidad del microtráfico, que hace acto de presencia en casi todos los núcleos urbanos, trátese de los barrios citadinos o de los cascos municipales de todo tamaño. Hay una omnipresencia de la droga, que afecta a personas de toda edad, sexo o condición social, y es generadora de violencia, corrupción y, en suma, desquiciamiento del orden social.
Hace varias décadas leí un libro que me produjo profundo impacto: «The Underground Empire«, de James Mills. El autor investigó las acciones de la DEA y la justicia norteamericana en torno de la marihuana, la cocaína y la heroína, para llegar a conclusiones bastante escépticas sobre su eficacia. Cuando escribió su libro, consideraba que el narcotráfico movía tres veces el dinero en circulación en los Estados Unidos. La situación actual seguramente es muchísimo peor.
Pues bien, Colombia está sometida a ese imperio, ya no tan subrepticio, pues impone su ley de la selva en vastas zonas del territorio.
Desafortunadamente y a pesar de lo dispuesto por el Acto Legislativo No. 2 de 2009, que quedó incorporado al texto del artículo 49 de la Constitución Política, debido a las estipulaciones del NAF y las extravagantes doctrinas recientemente revividas por la Corte Constitucional acerca del nexo del consumo de drogas con el libre desarrollo de la personalidad, nuestras autoridades están prácticamente maniatadas para actuar en contra de tan terrible flagelo.
Ya anda por ahí la torpe iniciativa de un tal senador Bolívar acerca del uso recreativo de la marihuana, apoyada sin reticencias por Santos y la cohorte de Soros, tendiente a revocar la drástica prohibición que sobre el porte y consumo de sustancias estupefacientes y psicotrópicas contempla el referido artículo 49 de la Constitución Política.
Cuando nuestros dirigentes deberían estar cerrando filas para librarnos de ese imperio maligno, unos, que se inspiran en los dogmas del liberalismo libertario, y otros, que piensan en el lucro que se derivaría del levantamiento de las restricciones que pesan sobre las sustancias estupefacientes y psicotrópicas, obran abierta o veladamente para consolidarlo entre nosotros.
Según el procurador Carrillo, el crimen organizado internacional está haciendo de las suyas en nuestro país. Ese imperio del mal mueve sus siniestros tentáculos desde el exterior, bien sea a partir de los cárteles de la droga mexicanos o de los gobiernos enemigos de Cuba y Venezuela, entre otros, como la organización de Soros cuyo agente principal aquí es Juan Manuel Santos. Pero no hay voluntad política ni, en general, colectiva, para contrarrestarlo.
No solo la droga conspira contra la suerte de Colombia. Por ahí anda también agazapada, pero mostrando sus orejas de lobo, la Revolución Sexual que agitan Petro, Claudia López, las Farc y, en general, sus conmilitones. Es asunto que he tratado en otros escritos y sobre el que será necesario volver, porque una elección de la López para la Alcaldía de Bogotá traería consigo la imposición de esos nuevos dogmas sobre el millón de niños que hay en las escuelas públicas de la capital. Piénsese en lo que se está haciendo en otras latitudes, como enseñarles desde la más tierna infancia a masturbarse, practicar el sexo anal o renunciar a todos los signos de identidad masculinos o femeninos.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: septiembre 26 de 2019
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